La Jornada

Cocinera oaxaqueña esparce su sabiduría tradiciona­l en la capital española

Una casa sin un bracero ardiendo es un lugar frío, sin alma, expresa a La Jornada

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Fue entonces cuando recordó las enseñanzas de su bisabuela, que a su vez había aprendido de su madre y de su abuela y que a su vez... Y así le surgió la idea de montar en el patio de su casa una pequeña fonda de comida con cinco mesas de plástico, una botella de mezcal fiado y comida –también fiada– que empezó a hacer en su cocina tradiciona­l. Desde ese rinconcito sencillo de Oaxaca empezó a tejer su historia en el devenir de la cocina contemporá­nea. De la alta cocina mexicana e internacio­nal, hasta convertirs­e en maestra y guía espiritual en el duro trance de la creación de un buen mole de los más grandes cocineros del planeta: como René Redzepi, del que fue durante varios años el mejor restaurant­e del mundo, Noma. O de tantos y tantos jóvenes chefs mexicanos, europeos, asiáticos y latinoamer­icanos que han viajado hasta su pequeño rinconcito en el mundo para conocer sus misterios. Como el Ulises que viaja a Ítaca.

Jóvenes chefs abrevan en sus conocimien­tos culinarios

Juana Amaya estuvo en Madrid para esparcir su sabiduría tradiciona­l. Y durante varios días cocinó con uno de sus alumnos más aventajado­s, el chef mexicano Roberto Cruz, quien tiene en la capital española el único restaurant­e mexicano con una estrella Michelin, Punto MX, convertido desde su fundación en un lugar de culto para los grandes gastrónomo­s europeos, tanto por la peculiarid­ad de su carta –en la que combina la cocina tradiciona­l mexicana con elementos propios de la cocina española– como por su propuesta estética en cada platillo, en la que un simple caldo de camarón o un mole se convierten en un nuevo hallazgo visual y de sabores.

En su paso por Madrid, Juana Amaya recibió a La Jornada vestida con huipil azul zafiro, con su pelo entrelazad­o por sus trenzas firmes y seguras, y con su generosida­d habitual para compartir todos los secretos de la cocina.

Pero también para contar los detalles de su historia. Una historia fantástica que le ha llevado de la fondita de cinco mesas de plástico en el patio de su casita en Oaxaca a ser una especie de profetisa de los grandes cenáculos de la gastronomí­a internacio­nal.

‘‘Crecí en un jacal, dormía en un petate. Vengo de la pobreza, fui una chamaquita mugrosa, piojosa, de cachetes partidos que a los ocho años no había probado el chocolate ni el pan. Mi ropa me la regalaban. Sé lo que es el hambre, la pobreza, y creo que he aprendi- do a ser feliz en la pobreza y en la abundancia porque he entendido que una y otra cosa son momentánea­s. Vengo de una familia muy humilde y crecí prácticame­nte entre el zurco, el metate, el humo y el comal”, explicó.

Y así comenzó a narrar su historia: ‘‘ Cocino desde niña. Aprendí de mi abuela paterna, Julia, quien creció dentro de una hacienda en Zimatlán de Álvarez. El secreto de los moles es porque sigo conservand­o y preservand­o la comida tradiciona­l que he recibido de forma generacion­al. Sigo haciendo esa comida sencilla que aprendí de mi abuela, comidas campiranas de gente sin ingresos, como el molido de frijol. Desde chiquitita tenía que estar en la cocina, no sé si me gustaba, pero mi obligación desde niña era estar ahí para aprender a hacer las labores del hogar”.

Sus primeros aprendizaj­es forzados, por su condición de niña y hermana mayor de 10 hermanos, fueron los platillos que no llevaban carne ni pollo ni mucho menos pescado. La pobreza de su familia no les permi- tía comer más que frutas, hortalizas, legumbres... Como el espesado de guías, el guiñardu, la seguesa, el chichilo, el verde y el amarillo.

Creció, tuvo tres hijos, se casó y hasta se licenció en derecho, pero tuvo que renunciar a su trabajo para cuidar a su madre en los últimos años de vida. Y llegó a un acuerdo con su esposo: él trabajaría para pagar la carrera de chef a su hijo menor, que todavía vivía con ellos, y ella se las arreglaría para dar comidas en su casa para sacar al menos el alimento diario de la familia. Su objetivo diario era que en su casa todos tuvieran algo que comer al final del día. ‘‘Primero con cinco mesitas de Pepsi Cola, de plástico, y pidiendo fiado todo. ¡ De ese pelo me quedé!”, narró.

Su hijo, Ovidio Pérez Amaya, se graduó de chef y acordó con su mamá que seguirían con el negocio pero que ella mantendría la receta tradiciona­l, sin variacione­s, y que él la reinterpre­taría aplicando así los aprendizaj­es de la escuela. Y de acudir a los congresos más prestigios­os de la gastronomí­a mexicana. Y eso también llevó a algunos de los grandes especialis­tas de nuestro país, como Édgar Núñez, Diego Hernández y José Manuel Baños.

‘‘CRECÍ PRÁCTICAME­NTE ENTRE EL ZURCO, EL METATE, EL HUMO Y EL COMAL”

‘‘De repente se inundó mi casa con jóvenes cocineros, todos vestidos de blanco y haciéndome preguntas con un lenguaje extraño que yo no entendía. Por ejemplo, cuando me preguntó el chef Édgar Hernández que dónde estaba mi fondo cuando estábamos haciendo un mole. Yo no le entendía y pensé ‘a este pendejo qué le pasa’, que porque quería saber de mi fondo. Hasta que me hartó y le dije: ‘mire chef yo no uso fondo’. Me alcé un poco el vestido y le enseñé el medio fondo que usaba para que me dejara en paz. Nos dio mucha risa”, explicó.

‘‘Me vale madres si alguien es estrella Michelin’’

Respecto del secreto de sus moles, Juana Amaya sostiene que a pesar de que algunos dicen que en Oaxaca hay siete moles, ella sólo conoce seis. ‘‘Desde que surgió el boom de la gastronomí­a mexicana dicen que hay siete. Pero yo en ningún momento de mi vida he escuchado el dichoso séptimo mole, así que para mí hay sólo seis, al menos los originales: los moles negro, coloradito, estofado almendrado, chichilo, el amarillo y el verde”.

En cualquier caso, y a pesar de que ahora viaja por el mundo enseñando sus recetas, que hacen documental­es sobre su cocina ‘‘en Netflix” y de que los grandes alquimista­s de la cocina contemporá­nea la escuchan como a una sacerdotis­a sagrada, no olvida ni su origen ni su condición:

‘‘Vengo desde abajo. Yo fui sirvienta, vendí periódicos, tuve puestos en los mercados, así que no me va a cambiar ir al mejor restaurant­e o que a Oaxaca vayan a los mejores chefs de Israel, de Singapur, de Londres o de Barcelona... A mí me vale madres si eres estrella Michelin o eres el rey Juan Carlos: en mi casa todos somos iguales. Y en mi casa sabemos que una casa sin un bracero ardiendo es una casa fría, sin alma. Una cocina con humo es señal de que se están cociendo los frijoles y están sentados todos alrededor de una simple olla de frijoles y una salsa.”

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‘‘El secreto de los moles es porque sigo conservand­o y preservand­o la comida tradiciona­l que he recibido de forma generacion­al’’, explica Juana Amaya en entrevista con La Jornada ■ Foto Armando Tejeda

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