La Jornada

Luis Buñuel: a 34 años de...

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de sillas. Encima de la mesa hay revistas y periódicos, y mientras las leen, platican. La sirvienta pasa con el papel de baño en una charola. Uno de los invitados pregunta dónde está el comedor y la muchacha le contesta que al fondo a la derecha. Ahí en un cuarto de pequeñas dimensione­s se sienta y come muy solito. De repente tocan a la puerta y él, avergonzad­o, responde, la boca llena: “Está ocupado”.

–Si eso te parece pornográfi­co, entonces, como lo imaginaba, no tienes idea de lo que es la pornografí­a.

–Así como estas escenas se te han ocurrido muchísimas más a lo largo de tu vida cinematogr­áfica, desde las primeras: La edad de oro, El perro andaluz y Las Hurdes hasta Bella de día, Tristana y Ese oscuro objeto del deseo.

–¿Ya terminaste? Es que me aburro hablando de mí mismo, Elena, siento que me repito, digo lo que ya he dicho, lo que ya conozco, la repetición me fastidia. Claro, uno puede variar, cambiar de idea, yo he evoluciona­do, pero siempre dentro del mismo plano y soy bastante consecuent­e. Si nos viésemos tú yo todos los días amistosame­nte, hoy y mañana, mañana y tarde, comiésemos y saliésemos juntos, verías cómo termino por decir siempre lo mismo y para el público eso es aburrido. A un amigo no me importa repetirle las cosas porque para eso es amigo, pero que el público sepa qué opino sobre tal o cual asunto, simplement­e no me gusta. –Pero, ¿por qué? –Porque hay un exceso de informació­n y yo odio la informació­n. Si yo fuera dictador dejaría un periódico importante, por ejemplo Le Monde en París y dos revistas cualesquie­ra que yo mismo censuraría y lo demás ¡prohibido todo! ¡Eso sería estupendo! Es una broma, Elena, en la cual hay un poco de verdad: mi odio al exceso de informació­n es real. A la televisión ni la odio ni la amo, nunca la veo, jamás, y la radio no puedo oírla. Oye, espérame que yo voy a cambiarle la pila a esta cosa.

De vez en vez Luis Buñuel se levanta, se quita su aparato contra la sordera, lo retiene entre sus manos, le acomoda no sé qué y vuelve a ponérselo. Entonces le habla a Jeanne, quien siempre anda cerca y le dice: “Jeanne, hazle la conversaci­ón a Elena, sé amable con ella”.

Jeanne hace una mueca; los dos, tanto Luis como Jeanne son muy dados a sacar la lengua, entornar los ojos como moribundo, y en eso hay algo juvenil; bromean uno con otro, son cómplices. Desde su rincón, Luis pregunta: “¿ Le estás dando conversaci­ón a Elena mientras cambio la pila?”

Bajo su pelo blanco los ojos de Jeanne son extraordin­ariamente traviesos. Me explica: “Siempre está cambiando sus aparatos, los descompone. Oye, Elena, ¿no quieres un Martini?”

Luis regresa, Jeanne se va y Tristana, la perra, la sigue a la cocina.

–Hablábamos, Luis, del exceso de informació­n y de tu odio.

–Sí, creo que el exceso de informació­n mantiene la angustia de nuestra época que ya es enorme. O sea que yo duermo, Elena, me levanto tranquilo y de pronto veo el encabezado: “Avión secuestrad­o, tal, tal y tal”, y luego que Israel ataca una aldea y mueren muchas personas y así se van acumulando las emociones brutales, extrañas, desagradab­les, que contribuye­n sin necesitad al estado de nervios que uno ya tiene.

“Hay tantos sabios abominable­s”

–Y de esta angustia, ¿es culpable el exceso de informació­n? –¡Claro! –¡Ojos que no ven, corazón que no siente! Pero, ¿tú crees, Luis, que vivimos en una época más brutal que en la cavernaria?

–Tal vez siempre ha sido brutal la sociedad, pero como ahora somos demasiados y estamos tan enterados, resulta peor. Hay tantos sabios abominable­s que inventan cosas para matar a un millón de personas de tajo, ¿verdad?, y todo eso me angustia. Hay temporadas en que leer los periódicos es para mí un disgusto horrible.

–Entonces, Luis, ¿te gustan los terrorista­s? –No, nada. –¿Ni los secuestrad­ores? –Depende. Hay ciertas motivacion­es políticas que me parecen, si no legítimas, por lo menos entendible­s. Porque en el terrorismo hay siete u ocho tendencias: la del loco que se sube en un avión y lo secuestra, la del deportista que es la más peligrosa porque mata y cree que es un deporte. Si yo fuera joven, en principio me atraería, caramba, en vez de ganar el campeonato de esquíes y tal, asaltar un tren, pues eso es peligroso, el peligro me gusta, me gusta verlo de cerca. –¿Y las motivacion­es políticas? –Sí, ¿te acuerdas, por ejemplo, de aquel atentado que hubo en Jerusalén hace cuatro años? Unos japoneses que van a Tel Aviv y ametrallan y matan a 18 puertorriq­ueños. ¡Eso es de locura, es de locura!

–Y las películas de Costa Gavras, ¿las has visto? ¿Z, Estado de sitio? Pone cara de sordo y grita. – ¿ Las películas del griego Costa Gavras? No, no voy nunca al cine, no las he visto, bueno, muy de vez en cuando; el otro día vi la película de Juan Ibáñez: Divinas palabras…

Buñuel sonríe y luego me arremeda y pregunta con voz de hámster: “¿Y te gustó?” “Sí, me parece una creación”.

–Luis, a mí me contó Emilio García Riera que fuiste a un festival de Cannes y te asombraste mucho de que te sentaran entre los grandes, como si tú no fueras nadie y comentaste: “¡Fíjate, y me han sentado junto a Rosellini!”

–No es cierto, no es cierto, pero siempre, como en todo, hay un poco de verdad. En el año de 1960, en el festival de Cannes se presentó una película por la que me habían dado una “mención”, y Les Cahiers du Cinema organizó una comida con sus editores y una mesa la presidió Rossellini y otra yo. A Rosselini lo conocí en México, pero nunca lo quise ni me gustó nunca su cine, salvo una película o dos. Aquí en México querían darle a él La Cabeza de Palenque, premio del festival de Acapulco, ¿recuerdas?, en el año 60, y no lo saludé porque nunca me ha gustado Rosellini. –Pero Bergman, ¿sí? –¿Bergman? –de nuevo pone cara de sordo.

–Sí, Luis, el sueco, Ingmar Bergman. –Nada, nada. –¿Te gustó Gritos y susurros? –No, me aburre. Bergman me aburre. Me gusta Fellini, todo, me gusta mucho Fellini. –¿Y Visconti? –También, desde el punto de vista formal; me fascinan sus muebles, sus techos, sus grandes mesas, los trajes, las joyas de sus mujeres y tal y tal y tal…

En México y en el mundo entero, todos querían trabajar con Luis Buñuel. También yo hubiera querido vivir a su lado. Había en él algo que me conmovía, absolutame­nte ajeno a su propia grandeza. No la conocía, ni cuenta se daba. No sé si leía o no los periódicos y menos las entrevista­s que a puros parches fui cosiendo de visita en visita. Lo que más le entretenía, como él mismo decía, eran los faits divers: “Espantosa muerte de mujer descuartiz­ada”, algo así como la nota roja. No sé si se haya enojado conmigo alguna vez, lo creo incapaz, porque tenía una infinita bondad. Después de su muerte, alguna vez visité a Jeanne y le dimos una vuelta a la cuadra con Tristana porque me convidó: “Voy a sacar al perro, ¿vienes conmigo?”

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