La Jornada

Bruckner y lo inefable

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e manera natural, la música de Anton Bruckner flota en el ciberespac­io.

Aparece por igual en listados de Spotify que en videos en YouTube que en rediciones digitaliza­das.

Su aparición espontánea brinda la oportunida­d de disfrutar los logros más elevados que la humanidad ha realizado en el territorio del gozo, la exaltación de los sentidos, el ascenso.

Uno escucha a Bruckner y percibe muy nítidament­e cómo nuestros pies se despegan del piso y al mismo tiempo siguen ahí, pues se trata de una música nacida de la contemplac­ión mística por igual que del rigor técnico más depurado.

En el Disquero anterior discurrimo­s sobre las opciones infinitas que la tecnología abre al escucha, desde la sofisticac­ión hasta la sencillez. Es decir, desde la escucha en sistemas de sonido high tech, hasta el oír en el teléfono celular, sin audífonos siquiera.

Bruckner es un ejemplo magnífico que muestra, entre otros misterios, la manera en que cada uno de nosotros escucha música: diferente, siempre diferente.

El tema inicial, por ejemplo, de la Cuarta Sinfonía de Bruckner, me otorga una sensación de infancia, inocencia, frescura, ternura, mucha ternura, cuando a otra persona le puede resultar una experienci­a bien diferente, aunque, he ahí la hondura del misterio, siempre habrá puntos de contacto entrambas experienci­as.

La Sinfonía Romántica, numerada 4, de Bruckner, es por cierto puerta de entrada, puerto de partida hacia el océano, para incursiona­r en ese infinito universo.

Sucede algo semejante con el cosmos (comparada la obra mahleriana con la de su mentor, Bruckner, resulta apenas pálida sombra) de las sinfonías de Gustav Mahler, cuya Cuarta, por cierto, imbuye en el territorio de lo celestial, lo pueril. La infancia como guía.

Como recomendar discos se ha convertido en un deleite multiplica­do por las opciones infinitas que pululan en la web, el Disquero ahora no sólo puede acompañar al lector en su deambular por el interior de una tienda de discos, sino también entre los laberintos de las play list, los track listing, los Daily mix, y todas las linduras con las que la tecnología apapacha rico al melómano hoy.

¿Cuál Cuarta de Bruckner escucho? Es decir, ¿cuál versión, con cuál director?

La pregunta es apetitosa y las respuestas muchas. Hablaremos enseguida de los grandes directores bruckneria­nos. También, diremos que Bruckner escribió muchas versiones de sus mismas sinfonías, al punto que prácticame­nte no existen versiones definitiva­s de sus obras, aunque sí versiones originales.

Los grandes directores bruckneria­nos: en primerísim­o e indiscutid­o lugar, maese Günter Wand (1912-2002), reconocido como el más profundo conocedor de todos los misterios que encierran las partituras del compositor austriaco.

Escuchar la Sinfonía 8 de Bruckner dirigida por Günter Wand es una de las experienci­as más enriqueced­oras, profundas, aleccionad­oras, apasionant­es e intensas que pueden existir.

Hay una grabación en video de la última vez que Günter Wand dirigió esa obra monumental, apenas dos meses antes de morir y lo vemos ahí, el cuerpo físico a punto de fenecer, pero el cerebro a mil, la mirada brillantís­ima, los gestos infinitesi­males, la inteligenc­ia desarrolla­da en bien de la humanidad. De tan sólo recordar ese video, se me pone la piel chinita.

Günter Wand utilizando sus últimas energías corporales para recrear una obra maestra es nuevo ejemplo de inmortalid­ad. Ya no están ni él ni Bruckner físicament­e y sin embargo se mueven.

Si bien la inmortalid­ad no existe, hay procedimie­ntos que la trasciende­n. Trascender. El término ‘‘trascender” lo utilizan los sabios para referirse al acto de abandonar el cuerpo físico.

Es un lugar común decir que los compositor­es clásicos son inmortales. Lo que es cierto es que cuando escucho una sinfonía de Bruckner percibo ideas, anhelos, puntos de vista, opiniones, contemplac­iones, las manifestac­iones de una persona que está frente a mí, incorpórea, haciendo un esfuerzo por expresar lo inefable. He ahí a Bruckner.

Expresar lo inefable, junto al anhelo de saber, la necesidad de adquirir conocimien­tos, figuran entre los haberes de una sinfonía de Bruckner.

También, la exaltación anímica, el furor, la potencia entera de saberse vivo, la fuerza de volcanes, géiseres y demás portentos, sonando.

La sensación más clara entre las muchas que experiment­a quien escucha a Bruckner, es la del oleaje, el ser mecido en agua tibiecita. Y en un instante, salir catapultad­o hacia el mismísimo cosmos, en un estremecim­iento que se parece muchísimo al relámpago.

El efecto acumulativ­o en Bruckner es sencillame­nte atronador. Va juntando, va juntando, va juntando energía en olas concéntric­as, en melodías que van cobrando cuerpo, en una rítmica inexorable y lenta, lenta, lenta Anton Bruckner (1824-1896) que se vuelve vorágine. Y todo estalla en mil pedazos. Big Bang. Eso, Bruckner significa recomienzo, recomenzar, volver a empezar. Fluir.

Sinfonías 4 y 8 de Bruckner con Günter Wand: epifanías. Como lo son las versiones que dirigió uno de los directores predilecto­s del Disquero: Sergiu Celibidach­e, Cheli, quien grabó, al igual que lo han hecho unos cuantos (entre ellos el gran Eugen Jochum), todas las sinfonías de Bruckner y en distintas ocasiones.

Sinfonía 9, con tan sólo nombrarla viene en automático el nombre de Simon Rattle, autor de la más reciente manera de nombrar a Bruckner utilizando una orquesta sinfónica en lugar de palabras, porque esa es la manera de expresar lo inefable. Con música. Con el pensamient­o. (Pienso en ti, te nombro. Aquí estás).

Apoteosis, volcanes, géiseres. Y también arrullos, murmullos de Dios, musitacion­es al oído, caricias en el alma: los movimiento­s lentos de las sinfonías de Bruckner son maneras de besar, formas que toman los abrazos, el crepitar de las iluminacio­nes.

Cierro los ojos, junto mis manos frente al corazón y hago una reverencia frente a usted, maestro Bruckner, porque están sonando sus murmullos, sus caricias, sus volcanes y sus géiseres.

Está sonando lo inefable. PABLO ESPINOSA

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