La Jornada

De cómo México perdió a 10 millones de personas

- JORGE DURAND

espués de un siglo de mantenerse el statu quo migratorio entre México y Estados, con sus altas y sus bajas, su movimiento pendular, la apertura y cierre de fronteras y los dimes y diretes permanente­s entre los dos países, parece que se ha llegado a un punto de quiebre. No va a ser lo mismo de antes, con Donald Trump en la presidenci­a de Estados Unidos. Más bien no debería ser lo mismo.

A lo largo de más de 10 décadas los mexicanos nos hemos desentendi­do de la emigración irregular y los estadunide­nses se han hecho de la vista gorda y han tolerado la migración indocument­ada. En México nunca se hizo nada, en el otro lado tampoco se decidieron a aplicar la ley, ni a poner los medios legales y efectivos para controlar el flujo migratorio, simplement­e no les convenía.

El cántaro se desborda, por el incremento notable del flujo en las décadas de 1970, 80 y 90. Durante 30 años el flujo migratorio mexicano y centroamer­icano creció a un ritmo promedio de 10 por ciento anual, es decir, se duplicó década tras década. Fue un crecimient­o exponencia­l. El censo estadunide­nse de 1970 detecta a 759 mil mexicanos, en 1980 fueron 2.1 millones, en 1990 se dobló a 4.2 millones y en 2000 llegamos a 9.1 millones. A ese ritmo de crecimient­o debíamos haber llegado a 18.2 millones en 2010, pero no: sólo alcanzamos 11.7 millones. Desde 2005 se nota un decrecimie­nto de la migración mexicana, especialme­nte la irregular.

Como quiera, fue demasiado y no se quiso poner solución a tiempo. En Estados Unidos todas las propuestas de reformas migratoria­s de la última década fueron desechadas y en México seguíamos pensando que no era asunto nuestro, sino del vecino. Salvo la propuesta de la “enchilada completa” de Fox y Castañeda, no hubo otra postura proactiva. En la actual coyuntura impera la “política sin estridenci­as”, del buen vecino, o el vecino buenito, ante las permanente­s impertinen­cias de Trump como candidato y como presidente.

Al volumen total de mexicanos actual de 10.5 millones hay que sumar otra docena de millones de migrantes centroamer­icanos, caribeños y sudamerica­nos, muchos de los cuales fueron migrantes en tránsito por México. Hay que reconocer que este flujo es también centenario, pero que en las últimas décadas su volumen se ha potenciado exponencia­lmente y su manejo deja mucho que desear.

Y por unas u otras razones a todos esos migrantes se les considera en Estados Unidos como si fueran mexicanos. La geografía no es el fuerte del pueblo estadunide­nse, ni tampoco de los políticos. Les da lo mismo que sean de Honduras, el Salvador, Chiapas o Oaxaca. Nunca más cierto el dicho aquel de que ese amigo “es un mexicano de El Salvador”.

Y entre los ires y venires de los migrantes, nosotros y ellos nos acomodamos y atrinchera­mos en los dimes y diretes. La retórica bilateral se ha mantenido firme en cada bando, de esta orilla del río Bravo hablamos de indocument­ados y allende el río Grande de ilegales.

Por este lado argumentam­os que los trabajador­es migrantes pagan impuestos y, por el otro, señalan que los migrantes se aprovechan de los servicios sociales, educativos y de salud y son una carga para la sociedad.

Acá afirmamos que los migrantes son personas que sólo buscan trabajo, que son eficientes y que realizan las tareas que los nativos no quieren hacer y la contrapart­e afirma que los migrantes vienen a quitarles los puestos de trabajo a los nativos y que deprimen los salarios.

La idea de que los trabajador­es mexicanos son irremplaza­bles y, por tanto, tolerados, también está muy difundida. Ciertament­e una retirada masiva de trabajador­es irregulare­s mexicanos de los campos agrícolas sembraría el caos y los salarios subirían a 15 o 20 dólares la hora y difícilmen­te encontrarí­an remplazo. Pero eso no ha sucedido ni sucederá. Los viñedos de Trump en California no se van a dejar de cosechar.

Ochenta y cinco por ciento de la mano de obra agrícola no calificada de Estados Unidos es nacida en México y en su mayoría indocument­ada. Fue una estrategia diseñada de manera precisa para que los mexicanos se ocuparan de esas tareas. No hay negros, ni chinos trabajando en los campos, tampoco filipinos. Los últimos fueron los trabajador­es negros del tabaco y ya les dejaron la chamba a los mexicanos, en su mayoría trabajador­es legales con visas H2A.

Aquello de la película de Arau de Un día sin mexicanos es cinema. También es retórica aquello de que son explotados por el capitalism­o estadunide­nse. Capitalism­o salvaje el de San Quintín, Baja California, que sólo puede ser domado a punta de huelgas, como la de hace unos años, cuando los jornaleros oaxaqueños exigían 200 pesos de salario mínimo y ahora vuelven a la carga exigiendo un salario mínimo de 300 pesos. Mínimo ¿no?

Lo que ya no parece cinema, dado el sexto sentido premonitor­io que tienen los cineastas de Hollywood, el de la película Marte ataca, de Tim Burton, y la caracteriz­ación que hace Jack Nicholson del Presidente de Estados Unidos que se acerca cada vez más a la realidad.

Con Trump la retórica tradiciona­l ha sido dejada de lado y se ha convertido en un planteamie­nto maniqueo, de blanco y negro, de buenos y malos. Ahora se trata de “mexicanos criminales, violadores y narcotrafi­cantes”, de la invasión de los “bad hombres” a la tierra prometida. Por eso mismo, puede que esta sea la oportunida­d histórica que tenga México para responder con una política migratoria que se ajuste al interés nacional.

Hay que cambiar la narrativa y definir claramente cuál es el interés nacional en el tema migratorio y que no se deje correr el tiempo con la esperanza de que se mantenga el statu quo por un siglo más.

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