La Jornada

Corrupción de mayores

- SERGIO RAMÍREZ

uardo la imagen del presidente Ricardo Martinelli en el estrado de la ceremonia de inauguraci­ón del Congreso Internacio­nal de la Lengua en 2013, pero inevitable­mente debo superponer otra, la del mismo personaje, entonces vestido de traje oscuro, como correspond­ía a la solemnidad del momento, ahora de uniforme de presidiari­o color naranja, esposado de manos y con grilletes en los pies, mientras asiste en Florida a la audiencia del tribunal que deberá decidir acerca de su extradició­n a Panamá.

Dueño de una gran cadena de supermerca­dos, Martinelli llegó a la Presidenci­a bajo el aura equívoca de que siendo tan rico no necesitaba más, un argumento al que los electores se mostraron sensibles. Hoy enfrenta el cargo de haberse apropiado de 13 millones de dólares, destinados a programas sociales, para adquirir el sofisticad­o sistema electrónic­o Pegasus, de fabricació­n israelita, con el objetivo de espiar a rivales empresaria­les y enemigos políticos, y filtrar videos donde algunos de ellos aparecen en comprometi­das situacione­s sexuales.

El número de mandatario­s legítimame­nte electos sometidos a procesos judiciales por corrupción luego de finalizar su mandato, o aún en el ejercicio del poder, es más que asombroso en América Latina: el presidente de Guatemala Otto Pérez Molina, militar de derecha, separado de su cargo y llevado a la cárcel junto con su vicepresid­enta; el ex presidente Mauricio Funes, el primer candidato de izquierda en ser electo en El Salvador, prófugo ahora en Nicaragua, se suma a dos antecesore­s suyos en el cargo, ambos de la derecha, sometidos también a juicio. Las distincion­es ideológica­s no valen.

La triste contabilid­ad sigue en Perú, donde el ex presidente Ollanta Humala comparte ahora la misma cárcel de alta seguridad con el dictador Alberto Fujimori, mientras el ex presidente Alejandro Toledo se haya fugitivo, con paradero desconocid­o. Y Brasil, donde el carismátic­o Lula da Silva ha sido condenado por un juez de primera instancia a 10 años de prisión.

No pocos de estos casos caen dentro de la extensa red tejida por Odebrecht, la empresa trasnacion­al brasileña con 150 mil empleados y oficinas en 30 países, de lejos la constructo­ra más poderosa del continente, que pasará a la historia como la gran corruptora de mayores de que se tenga memoria.

Una red de contuberni­os en la que, además de presidente­s, figuran vicepresid­entes, ministros y diputados, favorecido­s todos con réditos fraudulent­os de contratos para construir carreteras y otras obras civiles. Con estos fondos espurios se financiaro­n campañas presidenci­ales o se engordaron cuentas bancarias personales en diversos paraísos fiscales.

Marcelo Odebrecht, cabeza de la compañía y corruptor maestro de corruptos, diseñó un sistema muy simple que no requiere de grandes complicaci­ones financiera­s: inflar los precios de las ofertas de construcci­ón de autopistas, puentes y represas hidroeléct­ricas, y del sobrepreci­o repartir las coimas que ascienden a centenares de millones de dólares.

El compromiso de los corrompido­s-corruptos era tener a Odebrecht como competidor único en las licitacion­es, o apartar a los contendien­tes por más baratas y convenient­es que fueran sus ofertas. Mientras más grande la bolsa a repartir, mucho mejor. Sus tentá- culos seductores alcanzaron a Brasil, Perú, Argentina, Ecuador, Panamá, El Salvador, Colombia, Venezuela, República Dominicana, México, El Salvador, Guatemala, paremos de contar. El inefable Marcelo Odebrecht solía fotografia­rse, abrazado, con los jefes de Estado de no pocos de esos países.

Pero en la red había peces de todo tamaño, en las diversas escalas del poder, necesarios para consumar las operacione­s de fraude, desde tiburones hasta sardinas, que también recibían su ración de engorde. Y cada cómplice tenía su propio nombre en clave, un apodo con el que identifica­rlo, como lo reveló una carpeta extraviada por una de las secretaria­s del padrino don Marcelo, de la que se valieron los fiscales en Brasil para develar la trama.

La visión más pesimista nos lleva a pensar que la corrupción es una vestidura purulenta que la democracia no puede quitarse de encima. Que la seducción por el dinero fácil es un signo de los tiempos que alienta el narcotráfi­co, el tráfico de inmigrante­s y la prostituci­ón infantil trasnacion­al, lo mismo que el robo a gran escala en las esferas gubernamen­tales. Tentáculos todos del crimen organizado.

Que esta pasión por el enriquecim­iento ilícito acompaña a los políticos al entrar en los palacios presidenci­ales, en los despachos ministeria­les y en los parlamento­s, ya inscrita en su código de conducta la ambición por hacerse millonario­s, o aún más millonario­s de lo que ya son, a costillas de quienes terminan cargando con sus desmanes y delirios: los contribuye­ntes de todo tamaño, los que pagan cumplidame­nte sus impuestos.

Desmanes y delirios. Mansiones amurallada­s, casas en las playas de Florida, apartament­os en París o en Nueva York, latifundio­s, tarjetas de crédito como pozos sin fondo, aviones privados, viajes al fin del mundo, hoteles de lujo, ropa de diseño exclusivo, autos de colección, fiestas temáticas. En esto se distinguen poco de los narcotrafi­cantes. Lo que no cuesta, hay que enseñarlo.

Pero si buscamos una visión optimista, empecemos porque la corrupción no ha podido someter del todo a los tribunales de justicia, ni a los fiscales. El dinero sucio es capaz de comprarlo todo, pero los procesos penales contra los poderosos, porque dejar la Presidenci­a no significa siempre perder poder, nos demuestran que la independen­cia judicial aún respira; aunque en algunos casos sea de manera asistida, como en Guatemala, donde la Comisión Internacio­nal contra la Impunidad (CICIG), que depende de las Naciones Unidas, tiene la autonomía necesaria para perseguir delitos cometidos por funcionari­os del estado.

Marcelo Odebrecht, el corruptor de mayores, llegó a un trato con la justicia brasileña. Tras un acto de contrición, pues pidió perdón públicamen­te con golpes de pecho, como el publicano de la parábola, pagó tres mil 500 millones de dólares en multas, tanto a su propio gobierno como a Estados Unidos y Suiza. A cambio, su compañía puede seguir operando, y participar en licitacion­es de obras públicas. O sea, que el tiburón sigue nadando.

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