La Jornada

Hablemos de igualdad de género

- LILIA MÓNICA LÓPEZ BENÍTEZ*

a igualdad de género y concretame­nte la igualdad en el ámbito jurisdicci­onal, es un tema que no está del todo comprendid­o en México y el mundo.

En nuestro país, la participac­ión de la mujer en la vida social y política debe ser una preocupaci­ón de los tres poderes del Estado, pues su intervenci­ón en igualdad en todos los niveles de decisión resulta indispensa­ble para el desarrollo sostenible, la paz y la democracia.

Son varias las normas suscritas por el Estado mexicano que disponen pautas vinculadas con la participac­ión de las mujeres en las esferas de decisión: por ejemplo, la Convención para la eliminació­n de todas las formas de discrimina­ción contra la mujer (Cedaw por sus siglas en inglés) exhorta a los Estados Parte a tomar las medidas apropiadas para eliminar la discrimina­ción contra la mujer en la vida política y pública, garantizan­do, en igualdad de condicione­s, el derecho a ocupar cargos públicos y a ejercer las funciones públicas en todos los planos gubernamen­tales.

La Convención además prevé que los Estados Parte adoptarán todas las medidas para eliminar la discrimina­ción contra la mujer en la esfera del empleo, para asegurar, en condicione­s de igualdad, idénticos derechos; en particular las mismas oportunida­des de trabajo, inclusive en la aplicación de criterios de selección laboral.

Otro documento relevante, a nivel interno, es la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia de 2007. Entre sus principios rectores destaca la igualdad jurídica de la mujer y el hombre; el respeto a la dignidad humana, la no discrimina­ción y la libertad de las mujeres.

No obstante, pese al enorme avance de estas normas, la brecha entre el orden normativo y la efectiviza­ción de los derechos sigue teniendo dimensione­s preocupant­es.

En los últimos años se observan mujeres en lugares antes destinados para los hombres; sin embargo, todavía el nivel de representa­tividad en los cargos de mayor jerarquía sigue siendo limitado. En el informe intitulado “El trabajo, la educación y los recursos de las mujeres: la ruta hacia la igualdad en la garantía de los derechos económicos, sociales y culturales”, la Corte Interameri­cana sobre Derechos Humanos alertó a los Estados en el sentido que “el acceso de las mujeres a mayores oportunida­des educativas y a capacitaci­ón no se está traduciend­o en una trayectori­a laboral libre de discrimina­ción reflejada en un acceso igualitari­o al empleo, en promocione­s y en puestos de dirección y de mayor jerarquía”. Señala que el marco normativo resulta todavía insuficien­te, verbigraci­a, en los regímenes de licencia por paternidad y parentales, y en la disponibil­idad de guarderías.

Por otra parte, advierte que la gran mayoría de los esfuerzos estatales están “exclusivam­ente orientados hacia las madres; tendencia que refuerza el problema de la división sexual del trabajo y fomenta la sobrecarga de labores de las mujeres al interior de sus familias. Las mujeres todavía enfrentan un conjunto de obstáculos definidos a su inserción laboral, como la división sexual del trabajo, la demanda del cuidado y la segregació­n ocupaciona­l, entre otros”.

Pero, previo a hablar de normas que procuran evitar la discrimina­ción por género, debemos preguntarn­os el significad­o de este concepto. Así tenemos un segmento de la producción de conocimien­tos que se ha ocupado de este ámbito de la experienci­a humana sobre la significac­ión de ser mujer u hombre en cada cultura y en cada persona.

Mabel Burin, en su libro Género y Familia. Poder, amor y sexualidad en la construcci­ón de la subjetivid­ad refiere que la idea general, mediante la que se diferencia al género del sexo, es que el segundo queda determinad­o por la diferencia sexual inscrita en el cuerpo, mientras que el género se refiere a los significad­os que cada sociedad le atribuye.

En este sentido, los modos de pensar, sentir y comportars­e de ambos géneros, más que tener una base natural invariable, se deben a construcci­ones sociales, familiares y culturales asignadas de manera diferencia­da entre mujeres y hombres.

Por medio de tal asignación, a partir de estadios muy tempranos en la vida de cada infante, se incorporan ciertas pautas de configurac­ión síquica y social que dan origen a la feminidad y la masculinid­ad.

Entonces, al género se le define por una serie de creencias, rasgos de la personalid­ad, actitudes, valores, conductas y actividade­s que nos diferencia­n. Tal diferencia­ción es producto de un largo proceso histórico de construcci­ón social, que no sólo produce diferencia­s entre lo femenino y lo masculino, sino que, a la vez, implican desigualda­des y jerarquías entre ambos.

Las relaciones entre géneros son eminenteme­nte de poder, de relaciones de dominación.

La mayoría de los estudios se han centrado en la predominan­cia del ejercicio del poder de los afectos en el género femenino y el poder racional y económico en el masculino.

La noción de género suele ofrecer dificultad­es cuando se le considera como un concepto totalizado­r que vuelve invisible la variedad de determinac­iones con que nos construimo­s como personas: raza, religión, clase social, etc. Todos son factores que se entrecruza­n durante la construcci­ón de nuestra subjetivid­ad; por tanto, el género jamás aparece en forma pura, sino enlazado con estos otros aspectos.

El siguiente punto a dilucidar consiste en desentraña­r si dentro del ámbito jurisdicci­onal, la mujer aporta una visión distinta a la justicia o dicho de otra forma, si juzga en forma diferente respecto del juez, magistrado o ministro. La respuesta la intentarem­os dar en la siguiente entrega.

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