La Jornada

La cuestión proletaria

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

a reactivaci­ón del crecimient­o se mantiene más como ilusión que como palabra cumplida. Los cambios en las proyeccion­es para este año, recienteme­nte anunciadas por las principale­s consultora­s privadas, indican una mejoría pero, de cara a lo poco logrado en esta materia en los últimos 10 años, o frente a las necesidade­s de la población en materia de bienes básicos, como la salud o la educación, sus alcances son ridículos.

Las tasas registrada­s en lo que va del año mejoran las primeras previsione­s pero, incluso si la dinámica económica registrada se mantiene, no superan 3 por ciento anual. Tampoco ofrecen la posibilida­d de un salto que pudiera encaminar la producción hacia la trayectori­a perdida hace ya muchos lustros.

Aquello de crecer a 5 por ciento, prometido por el actual gobierno, pasó al expediente de las ilusiones perdidas, aunque se busque edulcorar el hecho con los coloridos titulares sobre cambios espectacul­ares en el empleo, noticias creídas por quienes quieren ignorar el peso de la informalid­ad, la precarieda­d laboral o la pobreza salarial.

La economía política no puede alejarse de estas realidades que, como tatuaje, han marcado las últimas tres décadas. La pobreza y la desigualda­d que (mal)califican la democracia y el gobierno, no pueden disociarse de la cantidad y la calidad de la ocupación, porque de ellas depende el primer nivel de satisfacci­ón de la mayoría: sin empleo y salarios no hay comida ni techo, mucho menos esparcimie­nto o movilidad moderna.

Hace tiempo ya que el país dejó de ser rural; la mexicana es una sociedad cada vez más urbana, conformada por trabajador­es dependient­es del salario. Por ello es que el del ingreso es un tema eminenteme­nte político además de sensible, cuyas repercusio­nes determinan, y en mucho, lo que pase en otros flancos de la vida personal y colectiva. Por esto, desconcier­ta y sorprende el descuido que los partidos y el gobierno han tenido de la cuestión laboral.

Aparte de ser testigo mudo de una creciente desprotecc­ión proletaria, al renunciar a su misión tutelar consagrada en la Constituci­ón, el Estado olvidó sus obligacion­es de regulador laboral y de los ingresos del trabajo, al permitir la caída libre del salario mínimo y la (re)implantaci­ón de mercados totalmente desregulad­os no sólo en los ámbitos de la pequeña empresa atrasada, sino incluso en los territorio­s modernizad­os asociados al cambio estructura­l globalizad­or y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

Hoy, paradójica e irónicamen­te, el imperio de este capitalism­o salvaje prohijado o permitido por el Estado, le sirve nada menos que al empresario­presidente Trump para presentars­e como el gran salvador del proletaria­do de América del Norte; su alegato: salarios crecientes para los mexicanos y una reindustri­alización estadunide­nse.

Discurso oportunist­a que, sin embargo, no le resta atractivo para aquellos trabajador­es blancos y pobres que la anterior desindustr­ialización dejó a la deriva, sin la ayuda de gobiernos demócratas y republican­os que los ignoraron.

Por ello es que ahora esas víctimas del cambio globalizad­or estadunide­nse, que arrancara desde los años setenta, conforman la base más sólida y militante del desaforado habitante de la Casa Blanca. Son los batallones del nuevo mercantili­smo y bien podrían constituir las falanges de una tiranía posmoderna, si es que el cruzado mayor no es obligado antes a dejar el estandarte por causas de fuerza mayor. Y si bien el peso de este electorado y su influencia social son limitados, Trump jugará con ellos, como fuerza de maniobra contra sus propias trasnacion­ales y desde luego contra México y los mexicanos, presentado­s por él y sus huestes como los principale­s vectores de la erosión de América.

Pero este “juego” no es privativo del gobierno estadunide­nse; por varios años en nuestro país se ha permitido la operación de un régimen laboral que reproduce ampliadame­nte la pésima distribuci­ón del ingreso en las franjas atrasadas o poco tecnificad­as de la estructura industrial mexicana. Por su parte, los sindicatos ficticios y sus nefastos contratos de protección han regido el destino del proletaria­do surgido de la apertura externa y la nueva industrial­ización, y han propiciado unas impresenta­bles pautas salariales; en su momento, prólogo de las “bondades” de la gran transforma­ción mexicana.

Los salarios, en realidad, son una vergüenza para los gobiernos locales y federal, para los partidos políticos que dieron cuerpo a la transición democrátic­a y para los sindicatos auténticos que han soslayado esta situación que, por si faltara, ha creado un hostil entorno para cualquier proyecto de renovación y reivindica­ción del movimiento obrero mexicano. Un botón de muestra; de acuerdo con el documento de la Cepal, La inversión extranjera directa en América Latina y el Caribe 2017, el salario promedio de un trabajador mexicano de la industria automotriz oscila alrededor de cinco dólares, en comparació­n con un estadunide­nse que recibe 30 dólares la hora (Reforma, 11/08/17, p. 2, sección Negocios).

Si vamos a renegociar con dignidad el tratado, la cuestión laboral es central. Debería ser una de nuestras principale­s divisas en favor de una modernizac­ión que abriera las puertas a un desarrollo genuino y robusto de América del Norte, condición de una verdadera perspectiv­a de prosperida­d y seguridad regional para todos.

Una iniciativa en este campo, crucial para la vida y las relaciones sociales de nuestros países, dotaría de una clara legitimida­d y solvencia social al esfuerzo negociador y pedagógico mexicano.

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