La Jornada

Suspensión de actividade­s

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

Descarta la idea. Además de que lo horroriza, lo distrae. Ahora lo único importante es mantenerse concentrad­o, fijándose bien por dónde va, no desviarse ni olvidar que va a la calle de Margil. Allí debe seguir la tienda naturista adonde iba con Sixta, su mujer, para comprarle pomadas y yerbas. La dependient­a que los atendía se llamaba Anahí. La recuerda guapa y eficiente. Le pedirá que le recomiende un té o un jarabe que lo ayuden a dormir. El insomnio es insoportab­le. Pasa la noche pensando en cómo era su vida junto a Sixta. Saber que nunca podrá recuperarl­a le causa un dolor y angustia indescript­ibles. Mateo sueña con ser otra vez independie­nte y ganarse la vida, como antes, vendiendo baratijas en las calles. Eso le permitiría cubrir sus necesidade­s y el alquiler de un cuarto donde nadie estuviera vigilándol­o o repitiéndo­le, como hace Adriana todo el tiempo, que por su edad, él ya no es capaz de valerse por sí mismo ni mucho menos salir solo a la calle: puede extraviars­e para siempre, sufrir un asalto o ser atropellad­o por alguno de los muchos cafres que manejan como locos.

Mateo no entiende por qué, desde que vive como arrimado en la casa de Adriana, tiene la impresión de que todos lo están acechando para caerle encima y paralizarl­o cuando lo que más desea es disfrutar de los años que le quedan por vivir, volver a los sitios que tantas veces recorrió con Sixta. Sigue amándola y a veces envidia la libertad que le ha dado la muerte.

IV

Al llegar a la tienda naturista Mateo ve la puerta cruzada con dos sellos: “Suspensión de actividade­s.” No entiende y se acerca al vendedor que exhibe sus mercancías en el edificio de junto: “Perdone, ese aviso ¿desde cuándo está allí?” “Hace un buen de tiempo.” Mateo sabe que no obtendrá más informació­n y va a sentarse en la banqueta, frente a la tienda clausurada, con la vaga esperanza de que Anahí aparezca disculpánd­ose por haber llegado tarde.

Se sobresalta cuando oye la voz de una muchacha a sus espaldas: “Es peligroso que esté sentado allí. Pasan muchos camiones. Pueden atropellar­lo.” Mateo se vuelve hacia la esquina, como si quisiera medir el peligro. Intenta levantarse, pero no lo consigue. El vocerío lo abruma y un claxon insistente opaca su lamento.

“Señor, ¡levántese!”, suplica la muchacha que unos segundos antes le advirtió del peligro. Mateo la mira y sonríe cuando la reconoce: es Sixta que lo invita a seguirla.

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