Suspensión de actividades
MAR DE HISTORIAS
Descarta la idea. Además de que lo horroriza, lo distrae. Ahora lo único importante es mantenerse concentrado, fijándose bien por dónde va, no desviarse ni olvidar que va a la calle de Margil. Allí debe seguir la tienda naturista adonde iba con Sixta, su mujer, para comprarle pomadas y yerbas. La dependienta que los atendía se llamaba Anahí. La recuerda guapa y eficiente. Le pedirá que le recomiende un té o un jarabe que lo ayuden a dormir. El insomnio es insoportable. Pasa la noche pensando en cómo era su vida junto a Sixta. Saber que nunca podrá recuperarla le causa un dolor y angustia indescriptibles. Mateo sueña con ser otra vez independiente y ganarse la vida, como antes, vendiendo baratijas en las calles. Eso le permitiría cubrir sus necesidades y el alquiler de un cuarto donde nadie estuviera vigilándolo o repitiéndole, como hace Adriana todo el tiempo, que por su edad, él ya no es capaz de valerse por sí mismo ni mucho menos salir solo a la calle: puede extraviarse para siempre, sufrir un asalto o ser atropellado por alguno de los muchos cafres que manejan como locos.
Mateo no entiende por qué, desde que vive como arrimado en la casa de Adriana, tiene la impresión de que todos lo están acechando para caerle encima y paralizarlo cuando lo que más desea es disfrutar de los años que le quedan por vivir, volver a los sitios que tantas veces recorrió con Sixta. Sigue amándola y a veces envidia la libertad que le ha dado la muerte.
IV
Al llegar a la tienda naturista Mateo ve la puerta cruzada con dos sellos: “Suspensión de actividades.” No entiende y se acerca al vendedor que exhibe sus mercancías en el edificio de junto: “Perdone, ese aviso ¿desde cuándo está allí?” “Hace un buen de tiempo.” Mateo sabe que no obtendrá más información y va a sentarse en la banqueta, frente a la tienda clausurada, con la vaga esperanza de que Anahí aparezca disculpándose por haber llegado tarde.
Se sobresalta cuando oye la voz de una muchacha a sus espaldas: “Es peligroso que esté sentado allí. Pasan muchos camiones. Pueden atropellarlo.” Mateo se vuelve hacia la esquina, como si quisiera medir el peligro. Intenta levantarse, pero no lo consigue. El vocerío lo abruma y un claxon insistente opaca su lamento.
“Señor, ¡levántese!”, suplica la muchacha que unos segundos antes le advirtió del peligro. Mateo la mira y sonríe cuando la reconoce: es Sixta que lo invita a seguirla.