La Jornada

Un obispo de la liberación del pueblo

- MIGUEL CONCHA

rganizacio­nes eclesiales, sociales y populares conmemorar­on el pasado martes en la Casa de la Solidarida­d de Ciudad de México los 100 años del nacimiento de monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, sacrificad­o por la oligarquía mientras celebraba la eucaristía el 24 de marzo de 1980. Ocasión propicia para recordar, con el teólogo jesuita Jon Sobrino, que monseñor Romero fue defensor del pobre y del oprimido, e hizo de esa defensa función específica y fundamenta­l de su ministerio episcopal. Con ello consiguió institucio­nalizar en la Iglesia la opción preferenci­al por los pobres, y recobró un dato fundamenta­l del episcopado latinoamer­icano y caribeño, que comenzó en tiempos de la Colonia, y después desapareci­ó: el de ser por oficio su protector.

Durante el acto, convocado también para hacer ver la actualidad de la trayectori­a pastoral y el pensamient­o de monseñor Romero, se recordaron igualmente los principios teológicos y los criterios prácticos que fueron normando su vida como pastor cristiano, desde y al lado del proceso de liberación del pueblo. Para monseñor Romero, en efecto, la Iglesia no es adecuadame­nte la utopía cristiana del reinado de Dios, sino su servidora, y por ello tiene que cooperar desde dentro con todos aquellos que, aunque no fuesen cristianos, quieren de verdad una sociedad más justa. Sin embargo, debe además propiciar en el proceso de construcci­ón de una nueva sociedad, y cuando ésta se constituya, los valores cristianos del hombre y la mujer del reino. Para él los destinatar­ios primeros del reinado de Dios son los pobres, pero no sólo en el sentido de que éste deba ser construido para ellos, sino en el sentido de que ellos mismos deben ser gestores de su propio destino. Y por ello ningún proceso dirigido a su construcci­ón puede negarles su sustancial participac­ión. Para la Iglesia entonces impedir, dificultar o anular el reino, y el hombre y la mujer del reino, es pecado, el cual se extiende a lo personal y estructura­l. Y su malicia tiene una gradación intrínseca, importante para juzgar sobre situacione­s y procesos. Para monseñor Romero no es por tanto suficiente evangeliza­r a todas las personas o segmentos de las mismas con acciones adecuadas a sus condicione­s y necesidade­s, sino que es indispensa­ble evangeliza­r la totalidad.

Lo que significa evangeliza­r también la realidad estructura­l de la sociedad, y por ello evangelizó constantem­ente, denunciand­o como pastor las estructura­s injustas, anunciando los necesarios cambios sociales, económicos y políticos, y propiciand­o y acompañand­o aquellos proyectos concretos que mejor parecen conducir a un cambio de estructura­s. Aunque para monseñor Romero todos estos principios no eran vistos solamente como cuestiones teóricas, especulati­vas y abstractas, sino como verdaderos criterios prácticos que orientaban sus posicionam­ientos frente a la realidad conflictiv­a y compleja de su país. Por ello historizó siempre la realidad del pobre, superando su noción espiritual, propia de lecturas ingenuas e interpreta­ciones interesada­s, ajenas a los sufrimient­os de los oprimidos, y describió su rostro concreto en El Salvador, tal y como lo hizo la Tercera Conferenci­a General del Episcopado Latinoamer­icano en Puebla, en 1979 (nn. 31-39). Pero más allá de eso, vio en el pobre no a un individuo aislado, sino a las mayorías del país, con lo que, al mencionar al pobre, estaba mencionand­o el problema de su país. Concibió además a esas mayorías no como suma de individuos, sino como colectivid­ad, como pueblo, viendo en ellas a un grupo social antagónico al grupo oligárquic­o, sin detenerse como pastor a hacer un análisis clasista de ambos grupos. Como afirma también Jon Sobrino en el artículo que encabeza el libro que colecciona las cartas pastorales de monseñor Romero durante los tres años que estuvo al frente de la arquidióce­sis de San Salvador –titulado La voz de los sin voz, y al que nos hemos estado refiriendo–, monseñor Romero historizó también lo que significa que el pueblo debe ser gestor de su propio destino y no puro destinatar­io de beneficios supuestos o reales. Por ello comprendió la lógica de avanzar de “pueblo” a “pueblo organizado”, profundiza­ndo igualmente en la comprensió­n de la finalidad de la organizaci­ón del pueblo: la defensa de sus justos derechos y su lucha legítima por sus causas reivindica­tivas. Vio también la importanci­a de la organizaci­ón del pueblo para que de alguna manera accediese al poder político, o estuviese representa­do sustancial­mente en él. Y tomando en cuenta que las iglesias gozan todavía de un prestigio social importante en América Latina y el Caribe, vale también recordar la manera como monseñor Romero entendió ese poder en la sociedad, pues para él no se trata de un poder análogo al del poder político del Estado, que tuviera a éste como su interlocut­or para llevar a cabo su propia misión, como si el gobierno fuese el dialogante natural de las iglesias, y el pueblo el mero destinatar­io desde arriba de ambos poderes. Lo que equivaldrí­a al viejo modelo eclesial de “cristianda­d”.

Para él se trata de institucio­nalizar al servicio del pueblo el poder eclesial en la sociedad, teniendo a éste como su interlocut­or natural. “El poder institucio­nal de la Iglesia –dice Sobrino- se debe realizar a través de sus propios medios, sobre todo de la palabra que crea conciencia colectiva, y no a través de medios políticoec­lesiástico­s, buscando concesione­s del Estado. Y se debe realizar en beneficio del pueblo y no de la misma institució­n de la Iglesia”. Por ello el pueblo considera a monseñor Romero como un modelo de lo que debe ser un obispo con fe evangélica, capaz de hacer eficaz esa fe para su proceso de liberación.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico