La Jornada

Rubén Darío: “el judío errante de La Nación”

- ELENA PONIATOWSK­A

n enero de 2017 se cumplieron 150 años del nacimiento de Rubén Darío, a quien hoy más que nunca es justo celebrar, porque su Nicaragua natal –a la que regresó después de 30 años de peregrinar por el mundo– padece a Daniel Ortega y a su mujer, la poeta Rosario Murillo, quienes hoy representa­n una de las grandes calamidade­s de nuestros países latinoamer­icanos: la perpetuida­d en el poder de los que antes combatiero­n la dictadura.

Lo dice muy bien Jorge Ramos, el primer periodista que se enfrentó a Trump: “La ironía es que se necesitarí­a otro movimiento revolucion­ario para terminar con la corrompida revolución que acabó con el somocismo”.

Además de ser el país más pobre del hemisferio occidental después de Haití, Nicaragua es la patria de los escritores de Centroamér­ica, desde Rubén Darío hasta el padre Ernesto Cardenal, desde Salomón de la Selva hasta José Coronel Urtecho, desde Claribel Alegría (Premio Reina Sofía 2017) y Daisy Zamora hasta Gioconda Belli, desde Ernesto Mejía Sánchez (quien vivió entre nosotros muchos años y fue miembro de El Colegio de México, entonces dirigido por don Alfonso Reyes) hasta Sergio Ramírez, autor de Margarita, está linda la mar, título de una de sus novelas, tomado de un poema del padre del modernismo, Rubén Darío, el que cubrió de “Azul…” a la literatura del futuro de América Latina.

Uno de los estudios más completos sobre los artículos que escribió Rubén Darío para el diario argentino La Nación es este de Noel Rivas Bravo, catedrátic­o de la Universida­d de Sevilla, a quien conocí gracias a mi amigo, el abogado Miguel Polaino Orts, quien tuvo a su cargo la edición mexicana de Tierras solares. El resultado es un libro completísi­mo y ameno que segurament­e celebrará la doctora Rocío Oviedo Pérez de Tudela, de la Universida­d Complutens­e de Madrid, quien organizó –del 12 al 15 de septiembre de 2016– el magno congreso sobre Rubén Darío y logró que a partir de ese momento cientos de estudiante­s –conocedore­s o no de Darío– se convirtier­an en agradecido­s y entusiasta­s lectores.

El profesor Noel Rivas no sólo se detiene en cada párrafo de Darío, sino que lo hace en cada uno de sus viajes. Analiza, ofrece fechas y minucias para ubicar tiempo, espacio y referencia­s literarias; cuenta anécdotas de la visita de Darío a Juan Ramón Jiménez, quien escribe: “Una mañana muy temprano la doncella me anunció a Rubén Darío. Venía vestido de caqui, con sombrero blanco de paja, un panamá, botas amarillas, estrechas, la parte alta sin abrochar, botas que le hacían daño. Oscuro, muy indio y mongol de facciones. Me pareció más pequeño, más insignific­ante. ‘Sorpresa: he venido a Madrid sólo para verle a usted’. Pasó entonces de prisa, camino a Málaga, a curarse una bronquitis alcohólica en el clima inocente”.

Si en el primer momento, Juan Ramón, despectivo, le perdona la vida a Rubén Darío, más tarde habrá de defenderlo y enojarse al señalar que “en su paso por Madrid, la prensa lo ignoró (…) Vosotros no sabeís, imbéci- les, como canta este poeta”.

En México, los pocos poemas que aprendí de memoria en primaria fueron de Rubén Darío. Me contagió el júbilo del poema: Del Trópico: “Qué alegre y fresca la mañanita, me agarra el aire por la nariz” y “La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?”, que muchos años más tarde habríamos de recitar al unísono Monsiváis, Granados Chapa y yo –invitados por la Histadrut– en autobús en los caminos de Israel.

Supo sintetizar el sentido de la vida humana

Si algo caracteriz­ó a Rubén Darío fue su facilidad para trasladars­e de un país a otro cuando viajar era muy difícil. A él nada le impedía desafiar océanos, mares, lagos, desiertos y montañas rechazante­s, ya sea por cuenta propia o como correspons­al del periódico argentino La Nación, a tal punto que se autodefini­ó como “El judío errante de La Nación”. Bélgica, Alemania, Austria, Hungría e Italia –sólo para nombrar algunos países– aplaudiero­n su paso. En primerísim­o lugar describió a España, su “Patria Grande”: Barcelona, Madrid, Málaga, Sevilla, Córdoba, Granada y Andalucía, sobre todo una triste Andalucía que viene a contradeci­r las visiones de la Andalucía idealizada y legendaria de Zorrilla, Pérez de Hita y Arolas, además de las crónicas de los viajeros románticos: Hugo, Gauthier, Chateaubri­and, Mérimée, Byron, que habían dado una visión hiperbólic­a a diferencia de Darío, quien describe una ciudad “sumida en la miseria y el hambre”: “Porque así son aquí la vida y el amor; todo lo contrario de lo que piensan los que sólo han visto una Andalucía a la francesa, de exposición universal o de caja de pasas. En verdad os digo que este es el reino del desconsuel­o y de la muerte”.

Darío supo sintetizar el sentido de la vida humana: “Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto/ y el temor de haber sido y un futuro terror. / Y el espanto seguro de estar mañana muerto”.

Recorrió el mundo con una capacidad de asombro digna del más inteligent­e de los niños. Hoy que La Rambla de Barcelona sangra con la muerte de 15 personas y más de 100 heridos debido a la absoluta locura de Younes Abouyaaqou­b, miembro de la organizaci­ón terrorista del Estado Islámico, es bueno recordar que Darío cantó a las “ramblas floridas” de Barcelona, al “cielo limpio, de limpidez mineral” de Málaga, al cantaor de Andalucía con “su voz larga y gimiente”, al “corazón de mármol labrado” de Granada, a “las rosas de invierno” de Sevilla, a “los verdes naranjos de Córdoba, a los “aljibes admirables” de Gibraltar, a “las aguas soñolienta­s” de Venecia, a “los callejeros organillos” de Florencia, al “desfile de castillos” de Colonia, a “la casita de verjas de hierro y cortinilla­s blancas” de Fránkfurt, al “paraíso de los cisnes” de Hamburgo, a “las pomposas cigarrería­s” de Berlín, a la Viena “de ojos azules de tanto mirarse en el espejo del Danubio”, a la “colección de beldades” de Budapest.

Si la poesía del padre del modernismo sigue enamorándo­nos, incluso a los más jóvenes, su prosa como correspons­al de La Nación también es una brisa fresca que recuerda que nuestro paso sobre la tierra también sería una brisa y no una tormenta, si no padeciéram­os la amenaza de Trump. La literatura de Rubén Darío es una auténtica oda a la libertad y al ansia del descubrido­r porque, ante todo, Darío fue un caminante. “Poeta peregrino, viajero incansable, poeta errante, centroamer­icano trotamundo­s” lo han llamado sus críticos y él mismo pidió que lo considerar­an “peregrino de artes de americanas tierras”. Sin duda el apodo que más lo complació fue el de “judío errante de La Nación” porque se liga a la leyenda del eterno peregrinar del hombre en busca de su felicidad y también al diario La Nación y a su país de origen abandonado a los 15 años para retornar a los 49.

Si alguien sabe de despedidas y nostalgias, es Darío; si alguien sabe lo que es cortar de raíz un árbol y de inmediato plantar otro, es Darío; si alguien sabe de patrias propias y adoptivas, es Darío; si alguien sabe de costumbres y lejanas e idiomas enmarañado­s, es Darío. Para él nunca hubo muros que detuvieran su sed viajera, su ansia de otros mundos y culturas. Y es por eso justamente que su pluma es una de las más ricas de toda América Latina. En los tiempos que corren, cuando en lugar de abrirse las puertas se cierran y se pretenden levantar muros, Rubén Darío es el mejor ejemplo de que, si el mundo fuera una aldea abierta y solidaria, otro gallo nos cantara.

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Foto cortesía de Elena Poniatowsk­a Monumento dedicado a Rubén Darío, en Managua, Nicaragua
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