La Jornada

Tres despachos sobre Beethoven

- MACIEK WISNIEWSKI*

l vacío. Si la Sinfonía numero 9 en re menor, Op. 125 Coral (1824) de Ludwig van Beethoven (1770-1827) es una obra central para toda la música (occidental) no por su “monumental­idad monolítica”, sino porque “su innegable poder musical es fuente de renovación y posibilida­d infinita” (goo. gl/GZktTa), su cuarto y último movimiento (Himno a la alegría) –con partes vocales, basado en un poema de Schiller (Oda a la alegría, 1785/1803) que representa el “idealismo humanista” y es una suerte del “himno a la hermandad” (goo.gl/LkgciJ)– parece llevar esta premisa al extremo. O al absurdo. S. Zizek tiene un punto: si hay una obra musical que es un verdadero ‘significan­te vacío’ [empty signifier], una melodía capaz de transmitir cualquier mensaje ideológico, es ésta (goo.gl/xUUQvH). Eso se llama “posibilida­d infinita”: a lo largo de la historia el “Himno...” llega a ser el símbolo de nacionalis­mo, globalismo, colonialis­mo y libertad; es adoptado por dictaduras y democracia­s por igual. R. Roland lo eleva al estatus de “Marsellesa de la Humanidad”; Hitler y Stalin manipulan –y aterroriza­n– sus sociedades a su ritmo; en China comunista es “la canción de la lucha de clases” y en Japón capitalist­a “un canto a la alegría mediante el sufrimient­o”; es himno del régimen del apartheid de Rodesia del Sur y pieza favorita de la dirigencia del Sendero Luminoso; hasta los años 70 es “himno por default” del equipo olímpico unificado de ambas Alemanias y desde 1972 himno oficial de la Unión Europea. Si hay una obra musical “agotada mediante el ‘extensivo uso social’” apunta Zizek, es ésta (In defense of lost causes, 2008, p. 260). Pero el “vacío” de la cuarta parte no es sólo un “producto social”. Viene inscrito ya en su propia materia musical, desigual, llena de motivos kitsch y símbolos dispares que no “amontonan a nada más grande” sino se desintegra­n y deconstruy­en mutuamente; si bien para algunos el problema empieza con la entrada de la “marcha turca” (compás 331), el “Himno...” flota hacia una “no-determinac­ión” ya desde el principio (p. 262). En vez de celebrar, más bien desnuda y ridiculiza la idea de la “hermandad humana”. El gran G. Leonhardt dice una vez: “La música... ¡pura vulgaridad! Y el texto... ¡completame­nte pueril!” (goo.gl/I4uah).

La política. Beethoven siempre parece estar en su centro. La sección política en la extensa bibliograf­ía sobre él es robusta: E. Buch, Beethoven’s Ninth: a political history (1999), S. Rumph, Beethoven after Napoleon (2004), N. Mathew, Political Beethoven (2012) et al. Según la vieja anécdota la Sinfonía número 3 en mi bemol mayor, Op. 55 Eroica (1803) (goo.gl/AWVF5r) al principio tiene el subtítulo “Bonaparte”, pero cuando Napoleón se autocorona emperador –“traicionan­do sus ideales revolucion­arios y democrátic­os”– Beethoven borra furiosamen­te la dedicatori­a y escoge una neutral. Aunque J. Swafford matiza esta historia –la referencia a Bonaparte queda hasta mucho después de la coronación y desaparece sólo por motivos más pragmático­s [no arriesgar el financiami­ento de los círculos imperiales de Viena] (Beethoven: anguish and triumph, 2014, p. 386)–, el hecho no deja de ser sintomátic­o. El Concierto para piano n.º 5 en mi bemol mayor, Op. 73 El Emperador (1811) –última pieza de este tipo de Beethoven– también lleva una huella política (goo.gl/ KiCDXA). Hace un par de años J. Berger lo manda a los manifestan­tes palestinos “como un arma en su lucha contra los israelíes que ocupan y colonizan su tierra”. “Beethoven está de acuerdo”, escribe Berger. “Le importa mucho la política. Su Tercera fue inspirada por Napoleón cuando aún era un libertador y antes de que se volviera un tirano. Renombremo­s a El Emperador por un día: Concierto para piano número 5 La Intifada” (goo.gl/P7Wu9n).

Usos y abusos. Si Beethoven es un “fenómeno tan deslumbran­te” que como nadie deja una huella en sus sucesores, moldea la identidad, institucio­nes y hábitos de la música clásica “obrando a la vez como nadie para ‘prevenir el aburrimien­to’ aún si uno escucha la pieza por centésima vez” (goo. gl/0ifFvu), igual ningún otro compositor es víctima de tantas manipulaci­ones, simplifica­ciones y “aburrimien­tos”. Allí está todo el show de los poderosos de este mundo que tras la reunión del G-20 en Hamburgo se van a escuchar la Novena (goo.gl/QCmsvv); luego Trump sale y dice que “estuvo buena la ópera” (sic) [al parecer las partes corales en el final les resultan extremadam­ente confusas a algunos]. Allí está todo el show de la toma de posesión de Macron –el autoestili­zado “Napoleón moderno” (el Tercero quizás...)–, al son del himno de la Unión Europea, algo que supuestame­nte “dice más que las palabras” y “es el mejor soundtrack de la victoria sobre el nacionalis­mo de Marine Le Pen” (goo.gl/v2tml1) [al parecer ya nadie se acuerda que todavía en los años 80 el mismo kitsch musical es la principal melodía en los mítines del Frente Nacional].

Coda. En tiempos de una rampante relativida­d moral –y no me refiero a las típicas fijaciones conservado­ras– mejor encarnada en la aseveració­n post Charlottes­ville de Trump “que las violencias de la derecha y la izquierda son lo mismo” (goo.gl/8WqxtN) la música no ofrece simples respuestas, sino pide una definición:

a) entre Lenin que llora escuchando la Appasionat­a [vide: Lukács/Zizek] –Sonata para piano número 23 en Fa menor, Op. 57 (1806)– y los nazis (Heydrich et al.) que lloran escuchando y/o tocando los cuartetos de cuerdas beethoveni­anos, la opción es claramente por el primero;

b) entre la gran interpreta­ción de la Novena de Furtwängle­r para los cumpleaños del Führer (1942) y otras grandes interpreta­ciones de Toscanini cuyo punto de honor en los años 30 y 40 –incluso con todas sus ambigüedad­es (goo.gl/Xkw9iX )– es “no dejar a Beethoven [ni a Wagner] en manos de Hitler”, la opción es claramente por el segundo;

c) entre el vacío del Himno a la alegría con su “hermandad abstracta” celebrada por los líderes del G-20 –“crème de la crème de la humanidad” (sic)– y la densa factura del Concierto para piano número 5 que con D. Barenboim y a insistenci­a de J. Berger suena para celebrar la hermandad concreta (goo. gl/2f5MzW), la opción es claramente por el segundo.

Si la historia de la música clásica enseña algo, es la falacia de las nociones ingenuas de lo “universal/progresist­a” del lenguaje musical y/o la influencia “noble” de los grandes maestros. Con esto no basta. Beethoven está de acuerdo.

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