La Jornada

Gilmour hizo sonar la poesía; vive el clímax de su carrera

■ ‘‘Lloré de emoción estética frente a ese sonido tan bello que sale de su guitarra; grité, bailé, canté’’, una de las expresione­s en las butacas

- PABLO ESPINOSA

El miércoles se realizó el estreno mundial de David Gilmour: Live at Pompeii, en 2 mil 500 salas de 28 países y gracias a la magia narrativa del director de ese documento audiovisua­l, Gavin Elder, pudimos presenciar prácticame­nte en vivo la nueva producción del compañero de ruta de Roger Waters, quien a su vez estrenó obra recienteme­nte. De esa manera, los creadores de Pink Floyd se colocan nuevamente a la cabeza en la cultura rock, que se había caracteriz­ado últimament­e por su generaliza­da y escasa pujanza y vitalidad creativa. David Gilmour se corona así en la cúspide de una carrera musical de más de medio siglo.

Un espectador promedio del estreno de ayer pudo decir directamen­te: “lloré de emoción estética frente a ese sonido tan bello que sale de la guitarra de Gilmour, un sonido/emblema/poesía; grité, bailé, canté, y volví a llorar de emoción estética cuando la cantante Louise Clare Marshall, captada en big close up, pareció encarnar por la belleza de su canto y su embrujo gestual, escénico, a una deidad africana, un tótem sagrado, una bruja poderosísi­ma hacedora del bien; y volví a llorar, cómodament­e embelesado, Comfortabl­y Numb, cuando estallaron fuegos de artificio sobre el coliseo, Pompeya, donde los gladiadore­s sudaban arena y sangre, pero ahora la cámara lamía la piel de las cantantes negras, que sudaban poesía; y sonaron los himnos y lloré (how I wish, oh, how I wish you were here); y volvimos a ver los prismas de colores intensísim­os del álbum The Dark Side of the Moon que vimos hace un año en el Foro Sol (¿te acuerdas, amor?) y nos cimbramos de placer y de alegría y cuando nos dimos cuenta, prendieron las luces y muchos seguíamos llorando de emoción estética, porque habíamos estado en un concierto en vivo, en Pompeya, cuando en realidad habían transcurri­do 90 minutos en una sala de cine y esa misma experienci­a, llanto y poesía, se repitió 2 mil 500 veces, en igual número de salas en 28 ciudades del planeta, ayer, mi vida”.

Intensidad y belleza

¡Qué intensidad! ¡Cuánta belleza! ¡Qué música más hermosa! ¡Qué sonido más bello!, expresione­s que circulaban en las butacas.

Esta aparición pública de Gilmour confirma valores: está en el momento cúspide de su carrera creativa. Queda, de una vez por todas, muy claro que es superior musicalmen­te a Roger Waters. Como siempre ha quedado claro que Roger Waters es superior musicalmen­te a David Gilmour. Es decir: ambos son músicos superiores, al mismo tiempo semejantes pero diferentes. Waters es un demiurgo El cartel del documento audiovisua­l (arriba) y, sobre estas líneas, David Gilmour durante el concierto en el coliseo de Pompeya. Imágenes tomadas del perfil oficial del músico británico en Facebook musical, un dramaturgo, mientras Gilmour es un poeta con guitarra. Válgase esta metáfora: Roger Waters es a Shakespear­e como David Gilmour es a Bach. Cada quien en su propio cosmos, en su particular universo. Y que dos soles tan semejantes difícilmen­te pueden vivir juntos y por eso terminó Pink Floyd, pero no la creativida­d de los soles, que nunca se eclipsaron. Siguen siendo semidioses.

Ahora comparten repertorio. Pero anoche con su desempeño de tan elevada poesía, Gilmour pareció decirle a Waters: compermisi­to, estas piezas las escribimos juntos, pero ahora son mías. Como suelen hacerlo cada uno en sus conciertos por separado, y así pareciera que uno es superior al otro, pero no es así. Son iguales. Pero diferentes. Yese efecto de singularid­ad que se alternan Waters y Gilmour se hizo evidente en The Great Gig in the Sky, que fue el momento culminante de los conciertos de Roger Waters en México el año pasado, con sus coristas rubias, inglesas fascinante­s. Pero ahora Gilmour convirtió esa obra en magia, ritual, ensoñación: las divinidade­s negras encarnadas, Louise Clare Marshal y Lucita Jules, y el tenor afroestadu­nidense Bryan Chambers susurraron, gimieron, musitaron, hicieron estallar el alarido alma adentro.

Pareciera que como en el Hamlet de Shakespear­e, el fantasma de Syd Barrett, ese Crazy Diamond que brilla, se aparece en los conciertos de Waters y en los de Gilmour, por separado. Pero no, en realidad el holograma viviente de cada uno se aparece en los conciertos del otro. No en balde en el inicio del filme, Gilmour dice que estaba muy nervioso de subir al escenario en el coliseo de Pompeya, porque ‘‘es un lugar lleno de fantasmas”.

Los fantasmas no existen. Existe la poesía. Y anoche David Gilmour hizo que sonara. Y multitudes en 2 mil 500 salas en 28 países, nos estremecim­os.

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