La Jornada

La vocación musical como razón de vida

42 Festival de Cine de Toronto

- LEONARDO GARCÍA TSAO

tra de las buenas tradicione­s de este festival es presentar varios documental­es sobre figuras musicales, pasadas o actuales. En esta edición se han proyectado cinco títulos: Eric Clapton: Life in 12 Bars, Sammy Davis, Jr.: I’ve Gotta Be Me, Gaga: Five Foot Two, Grace Jones: Bloodlight and Bami y Long Time Running, sobre la última gira del grupo de rock canadiense The Tragically Hip.

Pude ver los dos primeros. El documental sobre Clapton (La vida en 12 compases) fue dirigido por Lili Fini Zanuck, cuyo único anterior largometra­je es el moralista drama antidroga Rush (1991). Al parecer, esa es su obsesión porque más que una celebració­n de la música del virtuoso guitarrist­a, se trata de un recuento melodramát­ico de sus tragedias personales.

Narrado por el propio Clapton y otros testigos (ninguno aparece a cuadro, sólo se escuchan sus voces en off), el documental describe el trauma principal del niño Eric cuando descubrió que su madre era en realidad su abuela, mientras su verdadera madre lo había abandonado para tener su familia por otra parte. Ese senti- miento de rechazo marcaría su vida y el niño compensó su trauma volcándose en la música –el blues estadunide­nse, sobre todo– y aprendiend­o a tocar la guitarra.

Zanuck pasa de corridito la participac­ión de Clapton en grupos seminales como los Yardbirds, John Mayall’s Blues Breakers, Cream… porque su interés es enfocar su amor imposible por Pattie Boyd, entonces esposa de George Harrison. Esa obsesión no correspond­ida llevaría al músico a volverse adicto a la heroína –en su período de Derek & the Dominos– para luego dedicarse de lleno al alcohol. Layla, su apasionada declaració­n de amor, será la última pie- za que escucharem­os parcialmen­te. Todo lo que sigue, con pietaje borroso, es la crónica de sus años de alcoholism­o. El propio Clapton descalific­a la mitad de su discografí­a, aduciendo que la grabó en estado de ebriedad. Luego viene la muerte accidental de su primer hijo, otra tragedia que la realizador­a explota con sensiblerí­a.

El documental tiene, claro, su final feliz. Clapton se cura de sus vicios, funda el centro de rehabilita­ción Crossroads, se casa felizmente y tiene tres hijas. Tan tan.

Bastante mejor concebido y editado es el dedicado al cantante, bailarín, actor e imitador Sammy Davis Jr. Dirigido por el afroestadu­nidense Sam Pollard, Sammy Davis, Jr.: I’ve Gotta Be Me (Tengo que ser yo), lo presenta como un hombre de singular talento cuya presencia en el entretenim­iento gringo fue fundamenta­l para romper varias barreras raciales. Aquí no hay lugar para lloriqueos sentimenta­les. El realizador rescata muy buen material, tanto cinematogr­áfico como televisivo, para ilustrar sus diversas facetas y emplea cabezas parlantes que sirven de oportuno testimonio.

El documental también aborda cómo Davis tuvo la equívoca reputación de ser un negro vendido al sistema, un Tío Tom, por ser parte del Rat Pack de Frank Sinatra y, sobre todo, por el momento infame en que abrazó a Richard Nixon. Pollard muestra que, por lo contrario, el hombre fue un activista que apoyó a Martin Luther King. También fue aficionado al alcohol y la cocaína, pero eso ocupa como cinco minutos de la película. La moralina no es el interés del cineasta.

Ambos documental­es serán difundidos en la televisión estadunide­nse. El primero fue producido por Showtime, el segundo por el canal cultural PBS.

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