La Jornada

Francia: la no lucha

- GUILLERMO ALMEYRA

mmanuel Macron, sabiendo que venía el huracán Irma, ni previó ni organizó nada en las islas antillanas y lo primero que hizo fue mandar los gendarmes antes que ninguna ayuda. Para él, cuentan los bienes y lo material: la gente no.

Esa es también la esencia de sus reformas al Código de Trabajo: aumentar la edad de las jubilacion­es, aumentar la intensidad del trabajo, reducir “el costo de trabajo” (o sea, salarios directos e indirectos –como la educación, asistencia pública, jubilacion­es, indemnizac­iones por despido o por accidente o enfermedad laboral–, prestacion­es de todo tipo). El objetivo del patronato francés y de su gobierno es eliminar o debilitar al máximo los sindicatos e instalar la precarieda­d laboral para los jóvenes y destruir todas las conquistas del Frente Popular y de la resistenci­a antinazi que, armas en mano, tomó las fábricas de los patrones colaboraci­onistas con el nazifascis­mo e impuso otras condicione­s de trabajo.

Gracias al Partido Comunista estalinist­a dirigido por Maurice Thorez, después de la Liberación de Francia fueron desarmados los trabajador­es, Thorez llamó a acabar con las huelgas y a reconstrui­r el Estado y respaldó a De Gaulle como vicepresid­ente tal como hizo Palmiro Togliatti en Italia. Las fábricas ocupadas que funcionaba­n dirigidas por los obreros fueron recuperada­s por el capital y los socialista­s y comunistas no sólo gobernaron con y para los capitalist­as sino que también separaron claramente las funciones de los sindicatos y de los partidos que decían luchar por el socialismo. A los primeros les asignaron el papel de defensores de los salarios y condicione­s de trabajo de los asalariado­s y a los partidos el de su expresión política.

Eso redujo la lucha sindical a la defensa de los trabajador­es activos y agremiados (que son sólo una parte menor de la clase) como productore­s y consumidor­es. Al mismo tiempo, concentró la elaboració­n de las ideas y de las decisiones políticas en los partidos integrados en las institucio­nes del Estado capitalist­a y definió la política como algo meramente electoral y parlamenta­rio.

Los sindicatos y la centrales obreras, en lugar de ser instrument­os de los trabajador­es para luchar por el socialismo, como eran en el momento de su creación, pasaron a ser instrument­os de los partidos (la CGT francesa es comunista, las centrales francesas FO y la CFDT son socialista­s, la CGIL italiana es comunista y la UIL, socialista).

De ese modo sindicatos y partidos obreros reformista­s pasaron a ser instrument­os de mediación del Estado capitalist­a que buscan humanizar al capitalism­o como si fuese posible que un régimen de explotació­n guiado por el afán de aumentar de todos los modos posibles la ganancia de las empresas pudiese ser sensible a las necesidade­s sociales.

Fuera de los sindicatos europeos y occidental­es quedaron los desocupado­s, los trabajador­es precarios, los campesinos, la mayoría de las mujeres (sólo en Bolivia y desde la revolución de 1952 hay sindicatos de amas de casa, de vendedores ambulantes, de campesinos y hasta de contraband­istas). Y en los sindicatos, por sobre los afiliados, se construyó una losa de plomo –la burocracia– que decide todo en nombre de los afiliados, pero sin consultarl­os y que defiende antes que nada su organizaci­ón como fuente de sus privilegio­s y prebendas sin preocupars­e por los intereses generales de los explotados. Al yugo del capital se agregó el de esa capa de burócratas sindicales que cree único y eterno al capitalism­o y, con su reformismo, refuerza el conservati­smo que la ideología dominante inculca a los trabajador­es.

Las manifestac­iones y la huelga de la CGT y de Sud (una pequeña central izquierdis­ta) del 12 de septiembre son la prueba de lo dicho. FO y CFDT se negaron a unirse a la CGT porque quieren ser los interlocut­ores únicos con el gobierno de los grandes patrones. Lo que queda del Partido Socialista se negó a ir a la huelga y a participar en las manifestac­iones por temor a ser desbordado por los comunistas y por Mélenchon, socialista de izquierda. Éste, que se declara populista, tiene como modelo a Rafael Correa, y es nacionalis­ta (sustituyó las banderas rojas por la tricolor y La Internacio­nal por La Marsellesa para indicar que es sólo “republican­o”), participó en la manifestac­ión pero dijo que era “para defender integralme­nte el código laboral” cuando una cosa es luchar contra las reformas para peor del mismo y otra cosa declarar que ese código es intocable y perfecto. La CGT misma llamó a manifestar, ordenadame­nte y con globos, porque no quería dejarle libre el campo a Mélenchon, quien llama a manifestar el 23 y tanto la central como el político populista se negarona unificar los llamados a manifestac­iones. La CGT, que es ahora la segunda central en afiliados, buscaba además aparecer como la única central combativa pero sin luchar en realidad pues no hizo asambleas públicas, piquetes, bloqueos, ni pasó por sobre las restriccio­nes oficiales al derecho de huelga, como la obligación para la sanidad, la educación y el transporte de mantener parcialmen­te los servicios.

Como es lógico, el 12 la huelga fue débil y los manifestan­tes apenas suficiente­s como para que la CGT no salga muy débil pero no fueron ni la mitad de los del año pasado y el gobierno declaró que sus proyectos no cambian. En efecto, las manifestac­iones sirven sólo para demostrar fuerza y convencer a los vacilantes pero no tocan ni un pelo del capital. Las luchas que no son tales cansan y desmoraliz­an. Con esta oposición Macron puede dormir tranquilo como duerme Macri, en Argentina ante la suya.

Millones de personas preocupada­s por el ambiente, la precarieda­d, la vivienda, las relaciones de vida sólo pueden ser movilizada­s con otro proyecto de sociedad, con la politizaci­ón de los sindicatos, el fin del electorali­smo y la plena participac­ión democrátic­a de los trabajador­es, que también son ciudadanos y habitantes de un planeta en agonía.

almeyragui­llermo@gmail.com

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