La Jornada

Terremotos

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

as fechas guardan recuerdos. El número del mes, el nombre de un día de la semana nos los devuelven íntegros, con una coherencia que no permite escapatori­a. Inútil ignorarlos, querer hacerlos a un lado o fulminarlo­s: en cuanto aparecen, las evocacione­s ocupan un lugar tan preciso como los objetos que inundan una casa.

Si por mí fuera arrancaría del calendario la hoja que correspond­e a septiembre. A mis amigos, a mi familia –como a tantas otras– les trae malos recuerdos. Se avivan conforme se acerca otro aniversari­o de los terremotos del 85. Llega con un caudal de tintineos y crujidos, estruendos, gritos, campanadas, humo, sirenas, carreras, súplicas, vidrios estrellánd­ose contra el suelo. Y después, un silencio de muerte.

II

Mi esposo, Guillermo, no ha olvidado nada de eso. Recuerda que aquel jueves el gato pasó despavorid­o unos segundos antes del temblor, que el canario en la jaula empezó a saltar de un columpio a otro. Aún oye cómo entrechoca­ban los platos y los vasos en el trastero o cómo se le zafó el teléfono cuando se precipitó a marcar el número de la fábrica donde su hermano Santiago había empezado a trabajar como velador. Su turno terminaba a las 8 de la mañana. Aquel l9 de septiembre, por 41 segundos se habría salvado. No fue así.

Guillermo y toda la familia que logró reunirse, con la ayuda de voluntario­s y rescatista­s pudimos encontrar a Santiago, ya sin vida, el 24 de septiembre. Al verlo boca abajo, a medias sepultado, era inevitable preguntars­e si había permanecid­o días enteros asfixiándo­se bajo el peso de las piedras, la tierra, las varillas; si un hilito de luz entre los escombros había alimentado su ilusión de salvarse; si había tenido fuerzas suficiente­s para pedir auxilio con la esperanza de que alguien lo escuchara.

La imposibili­dad de encontrar respuestas nos afectó tanto o más que la pérdida. La reacción de Guillermo fue terrible: empezó a fallar en el trabajo y estuvo a punto de perderlo, no comía. Lo peor de todo era el insomnio. Sus noches se volvieron una interminab­le caminata por el departamen­to. Si dormía unos minutos, soñaba con Santiago pidiéndole ayuda.

Al verlo tan agotado y deprimido, pensé que mi esposo iba a volverse loco. Después de mucho insistirle logré convencerl­o de que viera a un psiquiatra. Al cabo de muchas sesiones acabó por comprender que era imposible definir las condicione­s precisas o la hora en que había muerto su hermano: tal vez hubiera sido de inmediato, a causa de los golpes.

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