Terremotos
MAR DE HISTORIAS
as fechas guardan recuerdos. El número del mes, el nombre de un día de la semana nos los devuelven íntegros, con una coherencia que no permite escapatoria. Inútil ignorarlos, querer hacerlos a un lado o fulminarlos: en cuanto aparecen, las evocaciones ocupan un lugar tan preciso como los objetos que inundan una casa.
Si por mí fuera arrancaría del calendario la hoja que corresponde a septiembre. A mis amigos, a mi familia –como a tantas otras– les trae malos recuerdos. Se avivan conforme se acerca otro aniversario de los terremotos del 85. Llega con un caudal de tintineos y crujidos, estruendos, gritos, campanadas, humo, sirenas, carreras, súplicas, vidrios estrellándose contra el suelo. Y después, un silencio de muerte.
II
Mi esposo, Guillermo, no ha olvidado nada de eso. Recuerda que aquel jueves el gato pasó despavorido unos segundos antes del temblor, que el canario en la jaula empezó a saltar de un columpio a otro. Aún oye cómo entrechocaban los platos y los vasos en el trastero o cómo se le zafó el teléfono cuando se precipitó a marcar el número de la fábrica donde su hermano Santiago había empezado a trabajar como velador. Su turno terminaba a las 8 de la mañana. Aquel l9 de septiembre, por 41 segundos se habría salvado. No fue así.
Guillermo y toda la familia que logró reunirse, con la ayuda de voluntarios y rescatistas pudimos encontrar a Santiago, ya sin vida, el 24 de septiembre. Al verlo boca abajo, a medias sepultado, era inevitable preguntarse si había permanecido días enteros asfixiándose bajo el peso de las piedras, la tierra, las varillas; si un hilito de luz entre los escombros había alimentado su ilusión de salvarse; si había tenido fuerzas suficientes para pedir auxilio con la esperanza de que alguien lo escuchara.
La imposibilidad de encontrar respuestas nos afectó tanto o más que la pérdida. La reacción de Guillermo fue terrible: empezó a fallar en el trabajo y estuvo a punto de perderlo, no comía. Lo peor de todo era el insomnio. Sus noches se volvieron una interminable caminata por el departamento. Si dormía unos minutos, soñaba con Santiago pidiéndole ayuda.
Al verlo tan agotado y deprimido, pensé que mi esposo iba a volverse loco. Después de mucho insistirle logré convencerlo de que viera a un psiquiatra. Al cabo de muchas sesiones acabó por comprender que era imposible definir las condiciones precisas o la hora en que había muerto su hermano: tal vez hubiera sido de inmediato, a causa de los golpes.