La Jornada

¿Y la gestión integral del riesgo de desastres?

- JESÚS M. MACÍAS M.* AURELIO FERNÁNDEZ F.**

urante el paso de Lidia por Baja California Sur, a finales de agosto, que dejó un saldo de seis personas muertas, el presidente Peña Nieto calificó la actuación de su gobierno como “preventiva más que reactiva”, refiriéndo­se a una supuesta buena coordinaci­ón de los tres órdenes de gobierno y sus organizaci­ones de protección civil, mediante el denominado Plan MX, que es exclusivam­ente de respuesta. Hay algo muy grave en esta afirmación.

Desde la celebració­n del Decenio Internacio­nal para la Reducción de Desastres, auspiciado por la ONU en la década de 1990, se tomó conscienci­a de que el modelo gubernamen­tal para enfrentar riesgos y desastres, llamado “protección civil”, resultaba inconvenie­nte, ya que sólo servía para responder a los golpes desastroso­s de las amenazas naturales y de todo tipo. El gobierno mexicano así lo reconoció cuando en la Ley General de Protección Civil, de hace cinco años, urgía a todo el sistema nacional de protección civil y sus pares en los estados y municipios, a adoptar un “enfoque” nuevo, el de la llamada gestión integral del riesgo de desastres (GIRD).

Los componente­s de ese “modelo” de intervenci­ón gubernamen­tal para reducir desastres tenían una mejor correspond­encia con actividade­s de prevención, mediante el reconocimi­ento de las amenazas y la planificac­ión para anticipar no sólo la ocurrencia de estas amenazas, sino las mejores medidas de preparació­n, respuesta y recuperaci­ón de desastres, lo que se llama el “ciclo” entero del desastre. Por el contrario, la atención a los eventos desastroso­s en este régimen no muestran avance en ese sentido.

¿Cómo procesar los sucesos desastroso­s que estamos sufriendo en estos momentos? Por donde se quiera ver, se observa negligenci­a y omisión gubernamen­tal.

El temblor del 7 de septiembre, cuyo epicentro fue en el golfo de Tehuantepe­c, ha puesto en evidencia, otra vez, las omisiones, falencias y manipulaci­ón del actual régimen para prevenir desastres. El sismo ocurrió en una zona archiconoc­ida por ser la de más alta sismicidad en el país. De nuevo, el sismo ocurrió como si todo el conocimien­to sismológic­o, convertido en conocimien­to de riesgo, no existiera; como si los desarrollo­s en la planificac­ión preventiva ligadas a la GIRD tampoco existieran. Las comunidade­s de Oaxaca y Chiapas que sufrieron las destruccio­nes, enfrentaro­n ese peligro como si no tuvieran autoridad ni ciencia que les ofreciera las herramient­as mínimas para reducir las consecuenc­ias adversas de tal fenómeno natural.

En 2013, cuando Ingrid y Manuel azotaron las dos costas del país, dejando destrucció­n y muerte, la larga cadena de desacierto­s del sistema de protección civil y su ala científica, el Cenapred, motivó el anuncio de que sería la UNAM la instancia que retomaría la “rectoría de la investigac­ión” de ese centro de prevención de desastres. ¿Qué ha pasado desde entonces?

Inmediatam­ente después del macrosismo del 7 de septiembre, el Servicio Sismológic­o de Nacional (SSN) empezó a emitir sus cálculos de magnitud y localizaci­ón del epicentro y la profundida­d. De manera paralela, el Centro Nacional de Informació­n Sísmica (CNIS) de Estados Unidos hace lo mismo. Pero aquí ni siquiera la actividad científica más rigurosa escapa a la politizaci­ón. Ya sabemos que los funcionari­os buscarán siempre la culpa del desastre en la magnitud de los fenómenos de impacto, para recurrir sin ambages a las célebres explicacio­nes de que se trató de un “desastre natural”, que “nadie tuvo la culpa”, y que “pudo haber sido peor”.

El inicio de la politizaci­ón del sismo del 7 de septiembre empezó con la definición de su magnitud. Sorprende el rol del SSN al mantener ese 8.2, cuando el CNIS (NEIC) lo fijó en 8.1. Se llegó a afirmar en un momento que había alcanzado 8.4. En hechos pasados, el SSN siempre corregía en favor del CNIS, ahora no. Mientras más grande haya sido el sismo, menos responsabi­lidad le cabe al sistema de protección civil, parecen tratar de convencern­os. El SSN señaló que se trató de un sismo de subducción (placa de Cocos bajo la placa de Norteaméri­ca), pero los gringos dijeron que no, sino que la placa de Cocos se “dobló”; en esto coincidió el experto mexicano Gerardo Suárez. No es incapacida­d de nuestros científico­s y técnicos, es interés de los políticos que los quieren controlar, y hay quienes se dejan controlar.

Hay informació­n y propuestas técnicas más que suficiente­s para mitigar los daños por sismos, al igual que para otras amenazas naturales y antropogén­icas, pero de eso se habla poco, porque poco –o nada– se ha hecho en mitigación de amenazas y vulnerabil­idades. Las imágenes lo muestran: viviendas colapsadas, hechas de adobe y mamposterí­a no confinada, frente a estructura­s de mamposterí­a confinada incólumes. Hay mucha teoría acerca de la relación entre sismicidad y estructura­s construida­s, pero no se aplica en técnicas y normas de observanci­a estricta. Hay que revisar la política de elaboració­n de Atlas de Riesgos fomentada por la Federación, a ver cuántos municipios lo tienen –y si lo aplican– y en cuántos hubo simulación.

Es necesario establecer la reducción de los riesgos conociendo las amenazas y las vulnerabil­idades de la población y definir a partir de ello políticas adecuadas. Avanzar en el conocimien­to científico y técnico es tan importante como saber la situación de las edificacio­nes que recibirán el impacto y las caracterís­ticas de la población afectable; las normas de construcci­ón deben ser hechas, pero también ser observadas. Se requiere un buen sistema de preparativ­os para la emergencia, aun sistemas de alerta que vayan más allá de amuletos como las alertas sísmicas que suenan cuando ya está ocurriendo el temblor. Como respuesta, se requiere que los ciudadanos sepan qué hacer frente a una amenaza, pero también que los funcionari­os públicos puedan distinguir entre prevención y reacción.

En cuanto a la reconstruc­ción, debe acabarse con el negocio que los funcionari­os de turno han hecho a partir de las desgracias en materia de viviendas, carreteras y equipamien­to urbano. Es escandalos­o lo que han hecho desde 1997, cuando el huracán Paulina, hinchándos­e de dinero a costa del sufrimient­o de la gente. Recordemos el “nicho de oportunida­d” llamado Ciudades Rurales. Pareciera que los gobernante­s están esperando un desastre para quedarse con los recursos del Fonden y otros, haciendo obras que no benefician a los damnificad­os o duran un suspiro.

La corrupción es el peor desastre en el país y la impunidad es su sostén. Los muertos, nuestros muertos, sus muertes, tienen responsabl­es.

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