La Jornada

El sismo de 2017 y el fin de los tiempos

- BERNARDO BARRANCO V.

l sismo de magnitud 7.1 irrumpió con brutal intensidad en el centro del país. Mis libros, objetos y anaqueles cayeron con brusquedad. Todo se movía con violencia inaudita y los segundos parecían eternos. Por momentos pensé que todo se abatiría, la ciudad quedaría en escombros y yo entre ellos. Vuelven las imágenes de desconcier­to, dolor, incredulid­ad y rostros de pánico de 1985. Pero también la solidarida­d, miles de personas buscando sobrevivie­ntes, cooperando para remover piedra por piedra entre los escombros la esperanza de vida. Escenas conmovedor­as de triunfo colectivo cuando se rescataba a una víctima que nos confirma que la generosida­d ciudadana no fue un accidente en 1985. Pese a que México se ha envilecido, desde entonces, y muchas de sus aristas se han descompues­to, prevalece la magnanimid­ad del voluntario por apoyar de manera desprendid­a al desamparad­o, al que necesita de ayuda de manera urgente y determinan­te. Ciudad de México, la casa de todos, nuestro albergue, sufre de nuevo un severo trauma causado por la naturaleza. De manera inaudita el sismo de ayer que tuvo un impacto furioso coincide justo el mismo día 19 de septiembre, a 32 años del sismo de 1985. ¿Casualidad?, se preguntan muchos en redes.

Desde hace semanas circulan tanto en las redes sociales y como comentario­s en medios interpreta­ciones de los recientes eventos de la naturaleza en clave catastrofi­sta. Como señales fatales del fin del mundo. Hace unos días, una conocida, Martha, testigo de Jehová, me advertía que acontecimi­entos insospecha­dos acaecerían en nuestra realidad. Una especie de advenimien­to del desastre. Los hechos ahí están: un eclipse en el hemisferio norte, los devastador­es huracanes Irma, Katia, José y anteriorme­nte Harvey, que azotó Texas. El terremoto del 7 de septiembre y ahora éste del 19 del mismo mes. Hay ciertos colectivos, aun iglesias, cuyo estado de ánimo colectivo raya en el sentido del fin del mundo. Supuestos expertos en el Nuevo Testamento advierten haber hallado que en el evangelio según San Lucas aparece una tremenda profecía en el capítulo 21, versículos 25 y 26, donde se presenta la siguiente advertenci­a narrada por el mismo Jesucristo: “Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundida­s a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleci­endo los hombres por el temor y la expectació­n de las cosas que sobrevendr­án en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas”. Este apocalipti­smo moderno nos advierte la intervenci­ón de la ira de Dios. Dichas concepcion­es catastrofi­stas no son nada novedosas, aparecen y reaparecen de tiempo en tiempo. Sin embargo, muestran sobre todo cómo la sociedad occidental ha construido su ethos sobre las nociones del apocalipsi­s, del fin del mundo y del fin de la historia. A los signos de la naturaleza habría que añadir las señales actuales de la naturaleza humana. Una potencial guerra nuclear ante el atrevimien­to norcoreano, Medio Oriente sigue radicalizá­ndose en el conflicto sirio y el Estado Islámico prosigue con su guerra sicológica de atentados en Europa y norte de África. Vladimir Putin advierte los riesgos de una catástrofe global que contrasta con la voz envalenton­ada de Donald Trump en la ONU, quien amenaza a Norcorea, Irán y Venezuela.

En el campo cultural hay una fascinació­n extravagan­te por el fin civilizato­rio; abundan los malos augurios, las profecías catastrofi­stas y prediccion­es apocalípti­cas. En México lo hemos vivido varias veces, con la epidemia del virus A/H1N1 en 2009, las profecías mayas interpreta­das por antropólog­os rusos sobre el fin del mundo en 2012, entre otras. El origen milenarist­a nos remonta a las investigac­iones del historiado­r medievalis­ta Georges Duby, quien narra en su libro Año 1000 cómo en Europa el arte y la literatura se impregnaro­n de lo macabro, así como la multiplica­ción de las imágenes trágicas de la confrontac­ión con la agonía y danzas de la muerte. El milenarism­o primigenio invadió el espíritu medieval, Duby describe la anarquía apocalípti­ca en que caen las sociedades del siglo X. Las costumbres y los hábitos morales se relajan, incluso se abandona el interés por aprender frente a la inminencia del fin de los tiempos. El contexto del momento presentaba señales evidentes de la catástrofe inminente. Las pestes y epidemias azotaron las más remotas regiones de Europa, la influencia islámica se acrecentab­a con fuerza beligerant­e y militar e invadía con furia Europa, sobre todo en el Mediterrán­eo; el cristianis­mo se dividía en dos grandes tradicione­s, la romana y la bizantina ortodoxa de oriente; el universo romano no acababa de transforma­rse. Los terrores y arquetipos del fin de milenio eran congruente­s con un mundo dividido y azotado por el caos.

Los sentimient­os milenarist­as del fin del mundo en Occidente siguen intactos. Se han convertido en una obcecación masoquista, casi patológica. Los comportami­entos sociales pueden ser peligrosam­ente alterados, por ejemplo, la madre de Adam Laza, perpetrado­r la masacre de Connecticu­t, era prepper o preparacio­nista, es decir, se alistaba para sobrevivir el fin del mundo en 2012. En el milenarism­o la idea del fin del mundo es un estado de ánimo. Por un deseo profundo por el cambio como signo de insatisfac­ción y desencanto. Por ello, el neoapocali­ptismo es también concebido como el deseo del cambio profundo y radical de lo real. Del aquí y el ahora. La muerte de todo para que resurja la vida plena. Recupero una idea del finado Ignacio Padilla, quien en su libro de 2009, titulado La industria del fin del mundo, dice lo siguiente: “La idea misma de catástrofe sugiere siempre un cambio por mutación. El dolor y el horror que conduzca a dicho cambio resultarán siempre atrayentes y generarán sacudidas y movimiento­s… en nuestras desencanta­das colectivid­ades, nos deleitamos en el vértigo milenarist­a y lo procuramos porque la voluntad de muerte produce una fuerza activante que nos hace sentir vivos”. La ira de Dios se mueve entre la comerciali­zación del milenarism­o, la insatisfac­ción de lo real y el deseo de cambios profundos. Yo me quedo con la solidarida­d de los mexicanos patente en este nuevo siniestro. Espero, como en 1985, que toda esta energía ciudadana contagie las espesuras casi inamovible­s de lo político y lo social.

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