La Jornada

“Al temblar me caí, me levantaron y me sentí segura”, cuenta niña de primaria

Aguantamos hasta el final, sin dejar a ningún niño atrás: maestra

- LAURA POY SOLANO

También hay una lista oficial de personas que faltan: Anayelli Juárez, Juan Pablo Irigoyen, una señora anciana, Bertita, y su cuidadora, Yadira.

Las familias de las víctimas que todavía están atrapadas libran una batalla sorda contra la desesperac­ión. Saben que bajo las losas comprimida­s, que apenas se han movido en esta semana de rescates, hay cuatro “femeninas”. Pero también se busca a un masculino. Un joven. Ni rastros de él, aunque sí de su perrito.

Se aferran a la promesa que les hizo el vicealmira­nte José Tomás Tress, quien transmitie­ndo la orden del presidente Peña Nieto, les asegura que no entrará la maquinaria pesada a arrasar con los restos de las edificacio­nes en ruinas hasta haber sacado a todas las personas que, de acuerdo con los registros, estarían entre los escombros.

Cristina Hernández, madre de una muchacha atrapada en los escombros de un edificio de departamen­tos de seis pisos, no deja de preguntars­e: “¿Por qué dejaron de trabajar en los rescates el miércoles y el jueves? ¿Por qué pierden el tiempo de esa manera, si a nosotros, las familias, cada minuto nos parece una eternidad en la angustia?”. Su hija Anayelli Juárez Hernández, de 17 años, trabajaba en el Cumplirá 13 años el próximo martes, pero el pasado 19 de septiembre sintió que volvía a nacer. Cursa el primer año de secundaria en un colegio particular de la delegación Iztacalco. El sismo de que afectó la Ciudad de México el pasado la sorprendió en clase.

“Fue una experienci­a muy dura, porque no sonó la alerta sísmica. Un compañero dijo que estaba temblando, pero nadie le hizo caso, y cuando quisimos salir ya estaba muy fuerte”, narra.

La salida del aula, recuerda, fue caótica. Decenas de alumnos se abarrotaba­n queriendo bajar del tercer piso donde se encontraba­n. Rodó por las escaleras y perdió el conocimien­to, pero fueron dos maestras y tres compañeros quienes ayudaron para llevarla a un lugar seguro.

Su escuela tiene casi 400 alumnos, dice. “En nuestro salón ya no cabemos, por eso fue tan díficil que todos lográramos salir rápido. Muchos de mis compañeros lloraban. Pense que me iba a morir, fue muy fuerte lo que viví”.

Con una lesión que la obliga a usar collarín en el cuello, Victoria quiere ver un lado positivo a la tragedia. “Cuando regresé a casa tenía tanto miedo que no tenía el valor de ir al baño sola. No quería hablar con nadie ni pude dormir y casi no quería comer. Me sentía muy triste. Entonces mi mamá me preguntó ‘¿qué quieres hacer para sentirte mejor?’ y le dije ‘vamos a comprar comida para donarla”.

Más tarde, en latas, bolsas de arroz, azúcar y café decidió escribir mensajes a los daminifica­dos: “Te admiro mucho. No te rindas”, “¡Ánimo!”, “Vas a estar bien. Sí se puede. Falta poco”, “Todo va a mejorar. Todos te apoyamos”.

Sentada en la sala de su casa, afirma que “cuando estaba en el suelo y me ayudaron a levantarme mis maestras y amigos, pensé: estoy segura, todo va a estar bien. Ahora sólo espero que alguien pueda sentirse así al leer los mensajes”.

El pasado martes a las 13:14 horas, cuando el movimiento telúrico remeció la capital del país, miles de alumnos de educación básica aún se encontraba­n en sus escuelas. Lupita Segura, maestra con 36 años de servicio en prescolar recuerda el impacto que el sismo generó en su plantel. “Sentimos como si el suelo saltara. Se escuchó un estruendo, porque la alarma sísmica no alcanzó a darnos esos segundos previos que pueden salvar muchas vidas”.

Como pudimos, recuerda, “salimos al patio a llamar a profesores y alumnos que comenzaban a abandonar los salones. Todas las maestras, en particular de prescolar y los primeros años de primaria, sacaron a los niños y los acunaron en sus brazos. Había llanto y desconcier­to. Rápidament­e comenzamos a cantar y a jugar con ellos. Admiro su entereza, porque al mirarnos a los ojos era evidente el temor. El sismo parecía no acabar nunca”.

En la colonia Del Valle, una de las más afectadas, la maestra Rosario, con 15 años de experienci­a como maestra de primaria, reconoce que los cientos de simulacros que se han practicado con los años “nos ayudaron mucho para atender la emergencia.

Pero la clave, dice, son los maestros: “Aguantamos hasta el final, sin dejar a ningún niño atrás. Y aunque como adultos somos los que debemos poner siempre el ejemplo, también hay alumnos muy enteros, que te dicen: ‘no pasa nada maestra, es sólo un movimiento de la tierra’”.

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