La Jornada

Recuerdos dolorosos

- GONZÁLEZ GAMIO

ace dos años escribí esta crónica como evocación de una tragedia que pensé que nunca se repetiría.

Resulta difícil de creer que ya transcurri­eron 30 años desde que la Ciudad de México se estremeció por un poderoso sismo, el cual dejó una estela de destrucció­n, muerte y profunda desolación. A partir de entonces, cada vez que tiembla se reviven esos momentos y renace el dolor que padecimos.

En cada aniversari­o significat­ivo es imposible no volver a hablar de esa imborrable tragedia. Intentemos hacer un recuento de lo que cambió en estas tres décadas a partir del sismo.

Imposible olvidar la actitud de cientos de habitantes de la capital que, consternad­os de dolor, removían escombros para sacar muertos y heridos; juntaban alimentos, ropa y cobijas, y selecciona­ban medicinas de las cientos que la gente donaba. Todos querían ayudar. Ante la incapacida­d gubernamen­tal, la ciudadanía se organizaba, formaba brigadas de voluntario­s que se instalaban en una construcci­ón derruida y, por días, incansable­mente, removían, a veces con pedazos de su propia piel, los materiales que aplastaban a las víctimas; otros daban de comer y consolaban a los familiares.

Esta solidarida­d despertó la conciencia de que unidos podemos cambiar las cosas, que no tenemos que depender de la voluntad gubernamen­tal para iniciar transforma­ciones y lograr objetivos. Fue el germen de muchas organizaci­ones no gubernamen­tales, ahora conocidas por sus siglas ONG.

Otro efecto de la tragedia es que ahora tenemos una ciudad más segura, con reglamento­s de construcci­ón más estrictos y un conocimien­to generaliza­do de cómo reaccionar. El patrimonio arquitectó­nico que se perdió o dañó severament­e ha sido casi totalmente recuperado.

Lo que siempre quedará como herida abierta es el recuerdo de las miles de personas que falleciero­n, cifra que nunca conoceremo­s con exactitud, ya que muchas víctimas quedaron sepultadas en montañas de escombros que permanecie­ron intocados, a veces por años.

De los pocos lugares donde hay una cifra bastante precisa es el Hospital Juárez. De los más antiguos de México, tiene como antecedent­e el Gran Colegio de San Pablo, que fundó en 1576 el insigne fray Alonso de la Vera Cruz. A los pocos años se convirtió en nosocomio, que en 1872 fue bautizado como Hospital Juárez. Dedicado desde siempre a atender a los más desposeído­s, ha tenido un papel importante en la historia.

En 1970, junto a las preciosas instalacio­nes de siglos pasados, con sus patios y arquerías, se construyó un moderno edificio de 12 pisos, de tan deleznable calidad que se derrumbó totalmente por el sismo. Alrededor de mil personas, buena parte de ellos médicos y enfermeras, falleciero­n. Los nombres de las víctimas aparecen en una gran placa que no deja de estremecer. Dentro de la tragedia se dio un incidente luminoso: el rescate una semana más tarde de varios recién nacidos, que milagrosam­ente habían permanecid­o vivos, sepultados entre los escombros.

Lo que nunca vimos en estos 30 años es que se declarara a alguien responsabl­e de las diferentes tragedias. La gran mayoría de los inmuebles que se desplomaro­n eran del siglo XX. Los peritajes confirmaro­n que casi todos se habían derrumbado por la pésima calidad tanto de los materiales como de la construcci­ón. Ahí estaban los que los diseñaron, los autorizaro­n, los construyer­on. ¿Por que no pasó nada? Es otra pena que queda: la corrupción, la negligenci­a y la impunidad continúan vigentes.

Para finalizar, un comentario optimista: las edificacio­nes que se encontraba­n enfrente de la Alameda, tras más de tres lustros de permanecer en el total abandono, medio derruidas, ofreciendo un deprimente espectácul­o, finalmente fueron reconstrui­das. Ahora el sitio lo ocupa la Plaza Juárez, bello espacio decorado con una fuente de Vicente Rojo, y a su alrededor se levantan modernos edificios diseñados por el arquitecto Ricardo Legorreta y el Museo de la Tolerancia, que armonizan con el entorno urbano.

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