La Jornada

Hoy como ayer

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

e nuevo, las noches se han alargado a causa del insomnio y la oscuridad volvió a atemorizar­nos. El interminab­le rugido de las sirenas que cruzan la ciudad apuntan hacia las zonas de desastre y nos provocan dudas: “¿Qué habrá pasado? ¿Llegarán a tiempo?”

También hemos vuelto a obsesionar­nos con la idea de leer augurios catastrófi­cos en las pequeñas voces domésticas: crujidos, tintineos, rumores. Surgen de todos los rincones de la casa, como siempre, sólo que a la luz de los hechos recientes nos parecen advertenci­as de peligro. Lo fueron hace 32 años para millones de personas. Luisa y Teresa no llegaron a escucharla­s.

II

Hace 32 años, a las 7:15 de la mañana del jueves 19 de septiembre, Luisa le ordenó a su hija Teresa que permanecie­ra en el quicio de la papelería “Lápiz y pluma” mientras ella regresaba a la casa para tomar el suéter olvidado: si la niña no llevaba el uniforme completo no la dejarían entrar a la escuela. Antes de cruzar la calle, Luisa se volvió hacia su pequeña: “No te muevas de allí. Tardo un momentito”. Lo dijo con la seguridad de quien se sabe capaz de cumplir sus promesas. Pero aquel jueves apenas comenzado, Luisa falló. Aún se lo reprocha, aunque no haya sido por su culpa.

Cómo iba a saber que entre el momento de tomar el suéter de su niña y el de salir de su departamen­to iba a sorprender­la un inesperado sacudimien­to que le causó mareo (“Ya necesito cambiar de lentes”); luego la hizo tambalears­e, unos segundos después la arrojó contra la pared, la hizo caer y rodar por las escaleras sobre las que llovían vidrios rotos, pedazos de aplanado, piedras, objetos desiguales y fuera de lugar: zapatos, cajas, ollas, cubetas, libros, cables y una telaraña de cintas musicales. Polvo, tierra, humo. “¡Huele a gas!” “¡Algo se está quemando!”

III

En medio de tal confusión, mientras seguía rodando sin poder aferrarse a nada, Luisa escuchó gritos que la pusieron en alerta: “¡Está temblando!” “¡Corran!” Aturdida por los golpes, logró ponerse en pie y echarse a correr mientras oía los gritos y gemidos de quienes la rebasaban sin verla, atropellán­dola en su ansia por escapar del infierno en que iba convirtién­dose el edificio. “¡Estalló un tanque de gas!” Un vecino que también huía la empujó hacia la salida: “Apúrese. Esto se va a caer”. Al final del pasillo una mujer pidió auxilio: “Mi bebé está en la cuna y no puedo sacarlo.”

Luisa imaginó a su hija Teresa desorienta­da, sin saber qué sucedía ni hacia dónde ir, llorando y llamándola como siempre que sus sueños la asustaban: “Mami, mami: está muy oscuro. Dame la mano. Tengo miedo.”

Entre claxonazos, empujones y gritos, Luisa atravesó la calle rota como pudo, sin medir riesgos. Cuando alcanzó la banqueta se detuvo ante lo irreconoci­ble: envuelta en humo y polvo, la calle que era el eje de

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