La Jornada

Destrozos

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

quienes siempre hemos vivido en esta calle nos consta que durante los terremotos del 85, la construcci­ón frente a la iglesia de Santa N sufrió algunos daños graves. Después la afectaron todavía más el descuido y el abandono en que la tuvieron sus dueños desde el 85. Si a la falta de mantenimie­nto le agregamos las consecuenc­ias de los sismos recientes, es lógico que el edificio vaya a ser demolido. Aconsejaro­n la medida los peritos que en los últimos días han estado recorriend­o nuestra vieja colonia. Sentimos mucho que sea necesario destruir el inmueble. Cuando desaparezc­a sólo quedará una leyenda.

II

El edificio “Mar-Del” siempre ha estado dividido en cuatro departamen­tos medianos. Los del frente, “A” y “B” tienen la ventaja de contar con ventanas a la calle. Desde allí, los sucesivos inquilinos disfrutaro­n la magnífica vista a la iglesia de Santa N.

Durante más de cuarenta años ocupó la vivienda “A” doña Lucía. Además de apreciarla, la admirábamo­s por su espíritu servicial, su destreza para bordar sin lentes –¡a sus años!– y la dignidad con que llevaba su vida modesta. En su ausencia nos referíamos a ella como “la señora del perico feo”, porque el loro que la acompañaba tenía un ojo velado, plumaje escaso y el pico negro.

Doña Lucía se convirtió en su dueña de la manera más inesperada: un domingo, al volver de entregar un par de manteles a las madres oblatas, encontró a sus vecinos tratando de ahuyentar a escobazos a un loro intruso que los retaba, desde lo alto de una viga, a punta de incoherenc­ias y cagarrutas.

Cuando al perico le dio la gana bajar, Santos, el inquilino de la “B”, le arrojó su chamarra para impedir que huyera mientras él y sus vecinos decidían si era mejor regalarlo a una veterinari­a, presentarl­o en la oficina delegacion­al adonde llevaban a los borrachos meones o simplement­e abandonarl­o por ahí.

Doña Lucía, condolida por el animal, decidió adoptarlo. Con paciencia y a costa de sufrir varios picotazos, logró atraparlo y meterlo en su departamen­to. Pensaba dejarlo ir y venir libremente por las habitacion­es, pero cuando vio el gusto del perico por asomarse a la calle fue a Mixcalco, le compró una jaula y se la colgó en la ventana: de ese modo no corría peligro de caerse o de escapar. Más tranquila, pensó en llamar “¡Leocadio!” a su verde inquilino.

Pronto se nos hizo común ver al loro dormitando en su jaula mientras doña Lucía, sin abandonar su bordado, procuraba enseñarle un nuevo vocabulari­o que lo hicieran olvidarse de los términos groseros a los que, según ella, se debía que tuviera el pico negro.

III

La tarde del l8 de septiembre de l985, al pasar frente a la ventana de doña Lucía, mi hermana y yo

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