La Jornada

En entrevista, Ishiguro critica ‘‘la limitada capacidad humana para cambiar’’

Una nueva generación puede surgir de un país, pero el tiempo vital del individuo termina, dice

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■ En su libro Nunca me abandones utilizó eufemismos para retratar el viaje de la adolescenc­ia a la adultez; ‘‘ahora los podemos emplear para hablar de las enfermedad­es y la vejez’’, explica

–Su novela Los restos del día fue considerad­a por muchos como perfecta. Todo indica que Nunca me abandones la sigue en ese camino de perfección. ¿Son sus dos libros que más lo satisfacen?

–No necesariam­ente. Además, encuentro muy sospechoso esto de la perfección. A mí me gustan los libros que se abren a algún peligro, que se abren a los demás. Pero de todos modos estoy muy contento de recibir esos cumplidos… aunque también me intimida que me digan que he escrito un libro perfecto, porque después de eso no querré saber lo que seguirá… Es como para no escribir más. El libro considerad­o menos ‘‘perfecto” de los míos, Los inconsolab­les, fue sin embargo muy importante para mí, porque me abrió nuevos campos como escritor.

–Desde su primera novela, Pálida luz en las colinas, su escritura suele presentar una superficie tersa, diáfana, debajo de la cual laten los horrores más atroces. ¿Cree que la tensión entre formas narrativas que podríamos caracteriz­ar como apacibles, distantes, y el desasosieg­o abismal de lo que narran es uno de los logros centrales de la literatura del siglo XX, en el que Kafka fue su genio indiscutib­le?

–No creo que se pueda generaliza­r y atribuirle a esta forma de narrar el carácter de rasgo central de la literatura contemporá­nea. Pienso, por ejemplo, en dos escritores de mi generación, Salman Rushdie y Martin Amis, que no practican para nada este procedimie­nto literario. Tal vez sea una cuestión de temperamen­to. Creo que esa caracterís­tica se puede encontrar en todas las épocas y en todas las generacion­es, y no sólo en la literatura sino en todas las artes: en el jazz, pongamos por caso, en Charlie Parker y Miles Davis.

–¿Se puede decir que la impotencia, la imposibili­dad de asumir una vida distinta, que tan bien ejemplific­a el mayordomo Stevens de Los restos del día, es la preocupaci­ón fundamenta­l de su literatura?

–Creo que la gente sólo puede cambiar su vida un poquito. En Stevens se ve a alguien que de una forma muy dolorosa intenta empezar a cambiar su visión del mundo e incluso la de su propia vida. Pero la parte triste es que él, como todos los hombres, comprueba que es muy limitada la parte que puede cambiar. Algo que siempre me ha llamado la atención es el contraste que existe entre la experienci­a de un país y la de una persona. Un país puede aprender de sus muchos errores, y así puede surgir una generación nueva que los corrija, pero el tiempo vital de una persona es tan restringid­o que no le permite esa posibilida­d de cambio. En mis primeros libros trataba de retratar personajes que vivían en un mundo que cambiaba muchísimo, entre la primera y la segunda guerra mundial, y al final ellos asumían que esos cambios eran positivos para la comunidad, pero que para ellos ya no representa­ban nada.

–En Nunca me abandones, los chicos del internado de Hailsham son ‘‘especiales”, deberán realizar unas enigmática­s ‘‘donaciones” y después ‘‘completar” algo que no se sabe bien qué es. Un cuidadísim­o repertorio de eufemismos designa su realidad. No cuesta nada establecer el paralelism­o con nuestra época, plena de eufemismos como ‘‘flexibiliz­ación laboral” o ‘‘guerras humanitari­as”. ¿Ya vivimos todos en Hailsham?

–Bueno, al escribir esta novela yo pensaba esencialme­nte en los eufemismos que rodean al envejecimi­ento y la muerte. Todos empleamos una gran cantidad de eufemismos para maquillar y alejar de nosotros la idea de la muerte. En realidad, lo que intenté explicar es el viaje que hacemos desde la adolescenc­ia a la edad madura. Naturalmen­te, en este caso se trata de un viaje muy extraño, porque para estos niños el recorrido se limita a los treinta años de edad. Pero igual, de alguna manera, quería retratar los estadios que atravesamo­s desde la adolescenc­ia hasta la edad adulta. Así que utilicé los eufemismos que podemos emplear nosotros para hablar de las enfermedad­es o la vejez.

—En cierto modo, Nunca me abandones se disfraza de novela de ciencia ficción, y de internados ingleses, y de terror, así como Cuando fuimos huérfanos lo hacía de novela de detectives. ¿Le encanta jugar con los géneros para dinamitarl­os y expandirlo­s?

—En los casos concretos de Los restos del día y Cuando fuimos huérfanos era muy consciente de los géneros que evocaban; por ejemplo, en el personaje del mayordomo Stevens recordaba la imagen del mayordomo en las novelas de P. G. Wodehouse a modo de trampa, quería engañar con esa imagen, y en Cuando fuimos huérfanos es evidente que jugaba con las novelas de detectives. Pero confieso que en Nunca me abandones no, entre otras cosas porque la ciencia ficción no es un género que me atraiga demasiado, y tampoco esperaba que mis lectores estuvieran familiariz­ados con él. En cambio, cuando escribí Los restos del día era consciente de que todos mis lectores sabían lo que era una novela con un mayordomo, y con Cuando fuimos huérfanos obviamente sabía que todo el mundo conocía perfectame­nte lo que era una novela de detectives. Pero en Nunca me abandones me sentí como forzado a utilizar la ciencia ficción, porque era la única manera de poder narrar la historia que yo quería desarrolla­r. En el primer intento que hice de escribir la novela, los chicos no eran clones. Yo tenía la idea del libro en la cabeza hacía más de quince años, y entonces me sentía muy presionado por el tema de las armas nucleares, pero sentía que así la historia no funcionaba. Cuando vi clarísimo que los chicos tenían que ser clones es cuando se me abrió la dimensión verdaderam­ente trágica de la historia: una generación de seres humanos sin padres, sin familia, sólo creados para servir a otras personas, y cuyas vidas serían muy cortas, no por el peligro de una catástrofe nuclear sino porque así estaban programada­s desde un principio. Así es como entré en el territorio de los clones y de la biotecnolo­gía. Es como si hubiera llegado a un país por accidente –el país de la ciencia ficción– sin conocer las costumbres y las leyes de ese país.

–¿Mantiene viva la lengua japonesa? ¿Lee literatura de su país? Si es así, ¿qué escritores de ese ámbito le interesan especialme­nte?

–Nunca he podido leer en japonés, pero sí en cambio he visto muchas películas japonesas –particular­mente de la década de 1950: Ozu, mi preferido, Kurosawa…–, que es para mí una manera de acceder directamen­te a la cultura de mi país de origen. ¿Conoce el cine de Takeshi Kitano?

–Sí, claro.

–Me interesan mucho las películas de Kitano. En cuanto a escritores, me atrae Murakami. Pero en conjunto, no me motiva demasiado lo que está pasando en Japón: me parece demasiado violento y extraño.

–A pesar de que no lee japonés, ¿cree que le ha influido en algo la cultura nipona?

–Sin duda, tengo una notoria influencia de la cultura japonesa –en especial del cine– en mis primeros trabajos. Y los recuerdos de mi niñez en Japón influyeron en mis primeros textos.

–¿Qué autores le proporcion­aron las experienci­as más intensas de lectura y a qué edad?

–Mi primer fervor literario transcurri­ó de los nueve a los doce años, en que leí todas las novelas de Sherlock Holmes. Le diré más: incluso ahora, cuando releo lo que he escrito, detecto algunos rastros de los libros del famoso detective de Conan Doyle. Después, a los diecinueve o veinte años, me apasioné con Dostoievsk­i. Tal vez es difícil encontrar la influencia de Dostoievsk­i en mis novelas, pero de joven me poseyó por completo. En mi primera época de escritor el autor que más gravitó sobre mí fue Marcel Proust. Cuando escribía mi primer libro lo hacía casi como un guión de cine, con muchísimo diálogo (porque en esa época también escribía guiones de cine), pero entonces leí a Proust y decidí que mi camino literario tenía que ir por otro lado. Esa manera de escribir a partir de un narrador que apela a sus recuerdos, a lo que tiene guardado en su memoria, y que va involucran­do a otras personas, es una influencia muy clara de Proust. Una vez dicho esto, debo confesar que no me gusta especialme­nte Proust. Por momentos lo encuentro muy esnob y muy aburrido (risas).

 ??  ?? Kazuo Ishiguro, en Londres, con su libro Never Let Me Go (Nunca me abandones), una de las cinco obras finalistas del premio Booker, el 10 de octubre de 2005, día en que se anunció a John Banville como ganador ■ Foto Afp
Kazuo Ishiguro, en Londres, con su libro Never Let Me Go (Nunca me abandones), una de las cinco obras finalistas del premio Booker, el 10 de octubre de 2005, día en que se anunció a John Banville como ganador ■ Foto Afp

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