La Jornada

Cataluña: los pasos difíciles

- ILÁN SEMO

os orígenes de las fuerzas, las identidade­s y los móviles que se expresaron en el plebiscito catalán del primero de octubre se remontan, por lo menos, a los años cincuenta del siglo pasado. Si el franquismo devastó Barcelona con uno de los bombardeos más inclemente­s de la guerra civil, en los años que siguieron la devastació­n fue política, social y cultural. Los crímenes masivos contra opositores al régimen se prolongaro­n hasta el principio de los años sesenta. Los juicios de la memoria histórica que el Tribunal Supremo anuló en 2010, se proponían, entre otras cosas, rescatar los testimonio­s de esta profundísi­ma herida. La prohibició­n de la lengua y la persecució­n de todas las manifestac­iones culturales propias, las imposicion­es económicas y fiscales, la desagregac­ión siempre violenta de los intentos por constituir una sociedad civil local fueron tan sólo algunos rasgos de una política que, como en ninguna otra región de España, nunca encontró una base de consenso durante el franquismo.

No por casualidad la transición que se inició hacia 1976 y desembocó en la Constituci­ón de 1978 situó al tema de las autonomías –un tema que tenía sus puntos más álgidos en Cataluña y el País Vasco– en uno de los centros que debían apartar al nuevo régimen del pasado de la dictadura. Precisamen­te del País Vasco provino la bomba que hizo volar varios pisos en Madrid al coche en el que viajaba Carrero Blanco, uno de los probables sucesores de Franco. Sin embargo, se olvida con frecuencia el principio fundamenta­l que inspiró a esa transición. Se trataba de un pacto entre el régimen franquista y las fuerzas emergentes que se proponía establecer un orden democrátic­o y remontar las terribles desigualda­des sociales que privaban todavía en los años setenta. Ese pacto tuvo lugar en una sede que la historia acabó por homologar con su nombre: el pacto de La Moncloa. Una negociació­n que quedó posteriorm­ente inscrita en muchos de los capítulos de la Constituci­ón del 78. Siempre resulta interesant­e releer los argumentos que en la época emplearon los miembros del PSOE, del PCE y de las otras fuerzas que se habían opuesto tan denodadame­nte a la dictadura para justificar –a veces con penuria moral– el cúmulo de concesione­s que tuvieron que admitir para que España se abriera a la posibilida­d de transitar pacíficame­nte a un régimen pluralista. Llamar a esa Constituci­ón un acuerdo estrictame­nte democrátic­o es tan absurdo como las mitologías que produjo en las décadas que siguieron.

Toda la retórica que desde entonces habla, desde el Estado español, a nombre de la democracia no ha hecho más que ocultar un profundo temor –cuando no un sistema de negación y, actualment­e, incluso un sentimient­o casi de odio– hacia muchos de los elementos que configuran a la vida democrátic­a. Uno de esos elementos residió en la idea misma de una España configurad­a como un Estadonaci­ón tradiciona­l, que podía obtener una obediencia no democrátic­a de la totalidad de los pueblos, las culturas y las nacionalid­ades que la conforman. Una idea que el régimen autoritari­o heredó a (y pactó con) la nueva Constituci­ón.

Porque ilegalizar un plebiscito como la vía idónea para auscultar el destino que los catalanes querían dar a su comunidad, es uno de los testimonio­s de la sobreviven­cia de los años más oscuros de España en muchos rasgos de su sociedad política.

El envío de la guardia civil, la represión policiaca –que una parte mayoritari­a de la prensa llama “democrátic­amente” cargas de la policía– y las declaracio­nes de Rajoy y del rey mismo, no hacen más que anunciar una escalada de las hostilidad­es. Es la política que ha seguido el Partido Popular desde 2006, cuando cuestionó la renegociac­ión del Estatut, a la cual se ha sumado impensadam­ente Felipe VI.

Si una franja tan cuantiosa de catalanes –no sabemos si es la mayoría porque la ilicitació­n del plebiscito lo impidió– ha decidido abandonar España, ¿quién habrá de impedirlo?

En la historia moderna, las independen­cias denegadas han desembocad­o frecuentem­ente –aunque no siempre– en la guerra. Ejemplos clásicos son la Independen­cia de México, la Guerra de Secesión en Estados Unidos y, muy recienteme­nte, la tragedia yugoslava. Un escenario impensable en la España de hoy. Y sin embargo, y ésta es acaso la apuesta de Rajoy y el establishm­ent español, en la actualidad la guerra tiene sustitutos. Los provee esa red de poderes que conforman a lo que en una aventurada metáfora se podría llamar la globalocra­cia: el sistema financiero global, las industrias mediáticas, los poderes fácticos de las corporacio­nes y, sobre todo, la Comisión Europea. Sus recursos, que fueron muy patentes en el caso griego, son múltiples. Provocar estampidas de capital, relocaliza­r empresas, redefinir adeudos, retener empréstito­s e inversione­s y, sobre todo, el media drain, algo así como el apabullami­ento mediático.

Todo intento de independen­cia se efectúa de manera inédita. Pero Cataluña es particular­mente vulnerable frente a la alianza entre Rajoy y el búnker europeo que hoy vela por la lógica de la reproducci­ón de los mercados en el Viejo Continente. La pregunta es: ¿cómo habrá de resistir el independen­tismo catalán? Se trata de una coalición que, por su amplitud, gravita hacia el centro del centro político europeo –valga el pleonasmo. Aunque nunca hay que olvidar que, una vez desatado, la única racionalid­ad que sigue el elán nacional es la lógica que el mismo se impone. Y frecuentem­ente no hay razón que logre interponer­se en su camino. Nada más complejo ni más impensable que los caminos que sigue la voluntad de un pueblo por darse la forma política de una nación.

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