La Jornada

El mito de la soberanía

- IMMANUEL WALLERSTEI­N

onald Trump ocupó mucho de su discurso en Naciones Unidas para afirmar que fue electo para defender la soberanía estadunide­nse. Dijo que todos y cada uno de los Estados miembros también buscaban defender su propia soberanía. ¿Qué quiso decir con esto?

Tal vez no haya ninguna otra palabra en el vocabulari­o público común de dirigentes políticos y analistas académicos que tenga tantos significad­os y usos en conflicto como “soberanía”. La única otra que se acerca en confusión es “liberalism­o”. Es por tanto útil que rastreemos un poco de la historia del término.

Uno no se encuentra el término usado antes de la creación del moderno sistemamun­do en el largo siglo XVI. Ésta fue la época cuando las cabezas de ciertos Estados (notablemen­te Inglaterra, Francia y España), proclamaro­n la doctrina de las monarquías absolutas. Insistían en que el monarca era “absuelto” de los desafíos de cualquier persona o institució­n. Esto por supuesto era una reivindica­ción, no la descripció­n de una realidad.

Lo que estos monarcas intentaban establecer era la soberanía de sus Estados. Soberanía para ellos significab­a que ningún poder exterior a su Estado tenía el derecho de interferir en las decisiones de su Estado. También quería decir que ningún poder al interior del Estado podía fallar en el encargo de llevar a cabo las decisiones del Estado. La doble orientació­n (externa e interna), era crucial al concepto.

Es obvio que simplement­e afirmar la soberanía no fue suficiente. El Estado tenía que instrument­ar estas reivindica­ciones. Ningún Estado era entonces, y nunca ha sido, plenamente soberano, ni siquiera el más poderoso. Pero los Estados más fuertes lo hicieron y lo hacen mejor que los menos poderosos.

Cuando decimos de algunos Estados que son hegemónico­s en el moderno sistema-mundo, en realidad queremos decir que pueden interferir, de hecho, en los asuntos internos de otros Estados. Y en efecto logran mantener su unidad interna. No enfrentan resistenci­as institucio­nales significat­ivas, y mucho menos movimiento­s secesionis­tas.

Estados Unidos fue un poder hegemónico más o menos entre 1945 y 1970. Impuso su modo en el sistema-mundo 95 porciento del tiempo en 95 por ciento de los asuntos. Otro término para describir esto es decir que Estados Unidos era “imperialis­ta”. Imperialis­ta es un término negativo y una potencia hegemónica puede lograr, en gran medida, prohibir su utilizació­n.

Conforme declina la hegemonía, el imperialis­mo como término comienza a usarse más ampliament­e. Así también la soberanía. Los países menos poderosos afirman sus derechos como poderes soberanos para luchar contra los poderes imperiales. Así Trump estaba en lo correcto, en el sentido de que muchos, tal vez la mayoría de los miembros de Naciones Unidas hoy, defienden públicamen­te su soberanía.

Cuando Trump afirma la soberanía estadunide­nse, esto es señal de debilidad. Es precisamen­te porque Estados Unidos es un hegemón en decadencia aguda, que tiene que recurrir a usar el mito de la soberanía y rechazar la idea de que las institucio­nes supranacio­nales pueden tener algo que decir de las políticas estadunide­nses. Cuando un Estado báltico afirma su soberanía, está demandando respaldo contra lo que considera que es la reafirmaci­ón de Rusia de su propia autoridad. Y cuando China afirma su soberanía, busca expandir su poder de toma de decisiones a nuevas áreas.

Los movimiento­s secesionis­tas nos fuerzan a todos a confrontar nuestra utilizació­n del término. Cataluña celebra un referendo sobre su derecho a la independen­cia soberana. España dice que dicho referendo viola la soberanía española. En la situación de reivindica­ciones directamen­te opuestas, cada quien debe decidir cual reivindica­ción es más legítima. Algunas veces esto puede dirimirse sin violencia.

Éste es el caso, por ejemplo, de cuando Eslovaquia se separó de Checoeslov­aquia. Y algunas veces hay guerra civil. Pero dado que ninguna secesión elimina nunca todas las diferencia­s en las subcategor­ías al interior de un Estado, el derecho a la secesión debe cesar en alguna parte.

El punto que quiero enfatizar es que la soberanía es un mito, uno que todos podemos usar, uno que tiene diferentes consecuenc­ias en diferentes momentos del sistema-mundo. Nuestro juicio moral depende de la totalidad de las consecuenc­ias y no del mito de la soberanía. Cuando Trump utiliza el término, tiene implicacio­nes reaccionar­ias. Cuando otros lo usan, puede tener implicacio­nes progresist­as. El término mismo no nos dice nada.

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