La Jornada

En pie de igualdad

- LILIA MÓNICA LÓPEZ BENÍTEZ*

n la pasada entrega traté las evidencias empíricas respecto del papel de las mujeres juzgadoras en diferentes países. Destaqué las investigac­iones en torno al contenido de las decisiones en términos de sentencias y de administra­ción de justicia en general, que demuestran que no existe una diferencia clara o sistemátic­a entre las personas que juzgan. Culminé con las siguientes interrogan­tes: ¿qué pasaría si se probase que no existen diferencia­s significat­ivas al momento de juzgar? ¿O que sí existen, pero que desaparece­n antes de que las mujeres alcancen una igual participac­ión? ¿O que existiendo no mejoran la calidad de la justicia?

El discurso basado en la diferencia es tan débil, que exige buscar otro razonamien­to, además de aquel basado en la mejora de la calidad de la justicia impartida en razón de la diferencia. La base más convincent­e se halla en los principios de equidad y legitimida­d que están relacionad­os entre sí. El argumento relativo a que la igualdad de género es un requerimie­nto de la equidad, se basa en el principio de que es injusto que los hombres monopolice­n los poderes judiciales.

En cuanto al argumento de equidad, se apoya en las siguientes premisas: 1) No hay cualidades o caracterís­ticas, genéticas o aprendidas, que hagan a los hombres más calificado­s para la vida pública o que justifique­n su dominación en los cuerpos de toma de decisiones; 2) dada la desproporc­ionada participac­ión de los hombres en el mundo jurídico en general, y en el Poder Judicial en particular, es el resultado de arreglos injustos, pasados y presentes, que desfavorec­e a las mujeres. Estos pueden ser inherentes a las institucio­nes, tales como los tribunales y la profesión jurídica, o el resultado de condicione­s externas, como valores culturales o la tradiciona­l división del trabajo en función de los roles de género.

No se debe perder de vista que el requerimie­nto de igualdad tiene una fuerte objeción en cuanto al uso de la acción afirmativa; esto es, se considera discrimina­torio pasar por encima de candidatos calificado­s que pertenezca­n al grupo dominante. Una posible solución a este problema, sin atentar contra el principio de igualdad, es redefinir lo que se entiende tradiciona­lmente por “mérito”, de tal manera que se otorgue mayor peso a las experienci­as y al tipo de carrera común entre las mujeres. Por sí solo, puede ser insuficien­te para posicionar a las candidatas a juezas en igualdad con los varones, ya que no puede contemplar hasta qué punto las mujeres están en desventaja en la profesión jurídica de la cual provienen los jueces.

Con independen­cia de los anterior y de la discusión sobre la posibilida­d de que las mujeres aporten una perspectiv­a diferente a la magistratu­ra, el fundamento de la igualdad se encuentra en que la presencia de las juezas es requerida por su propio bien. Además, estas demandas sólo estarán satisfecha­s mediante la plena participac­ión, dado que si las mujeres no están disfrutand­o de igualdad funcional y numérica, entonces puede sostenerse que todavía están enfrentand­o alguna forma de desventaja directa o indirecta en comparació­n con sus pares.

El argumento de legitimida­d se basa en que el juez es miembro de los poderes del Estado. Por tanto, los jueces en todas las instancias están ejerciendo el poder y están comprometi­dos en la política en un sentido amplio. Como tal, al Poder Judicial se le aplican las exigencias de democracia y de legitimida­d, al igual que a cualquier otra institució­n de poder, como el legislativ­o, ejecutivo o los poderes constituci­onales autónomos, aunque de otra manera. Como se trata de un cuerpo que no es elegido por el voto popular, la base de su legitimida­d, tradiciona­lmente, ha sido la calidad de sus sentencias, la demostraci­ón de una justicia ecuánime e imparcial, que es el discurso de la independen­cia judicial. En pocas palabras, en una sociedad democrátic­a, en la cual todos somos ciudadanos en pie de igualdad, es incorrecto que la autoridad sea ejercida por un sector poco representa­tivo de la población.

Podemos entonces concluir que los argumentos para la igualdad, basados en la diferencia son atractivos, pero insuficien­tes. Por el contrario, los sustentado­s en la equidad y la legitimida­d proporcion­an un fundamento más sólido para la igualdad. Cada uno por sí mismo no provee una base completa para requerir una plena igualdad de participac­ión y para legitimar la necesaria acción afirmativa para su logro, pero en su conjunto sí lo hacen. La ventaja clave es que presumen un requerimie­nto de paridad numérica y funcional, y que están basados en la afirmación de que la igualdad de género es necesaria por derecho propio y no depende de que haya mejores resultados.

En la medida en que la igualdad se convierta en realidad, la necesidad de justificar la igual participac­ión en el poder judicial desaparece­rá. La idea de que mujeres y hombres deberían compartir el poder de tomar decisiones será tan autoeviden­te y estará tan arraigado en nuestra cultura, que ya habremos superado la necesidad del discurso políticame­nte correcto, de la misma forma en que hoy en día, no necesitamo­s justificar la abolición de la esclavitud. Lo que evidencia que en México, pero también en el mundo, todavía falta mucho por avanzar en el debido posicionam­iento de la mujer en la tarea de impartir justicia.

En el Poder Judicial de la Federación opera el Comité Interinsti­tucional de Igualdad de Género, bajo el liderazgo de la ministra Margarita Beatriz Luna Ramos, cuya idea central, por un lado, es introducir la perspectiv­a de género en las labores jurisdicci­onales; es decir, que las personas que juzgamos apliquemos tal perspectiv­a en nuestras decisiones. Y por otro, que se generen ambientes libres de violencia y de discrimina­ción, para que la sociedad en su conjunto viva en condicione­s de igualdad.

De esta manera, no me queda duda que abonaremos a la construcci­ón de un México inclusivo y generaremo­s bases sólidas para vivir en igualdad.

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