La Jornada

NAVEGACION­ES

- PEDRO MIGUEL

TLC: las razones del lobo

ntre los tres libros que Enrique Peña Nieto intentó recordar en su ponencia en la Feria Internacio­nal del Libro de Guadalajar­a a principios de diciembre de 2011 no estaba, por supuesto, el clásico de Gastón García Cantú sobre las agresiones armadas de Estados Unidos a México (Las invasiones norteameri­canas en México, Era, 1971). No parece probable que lo hayan leído sus antecesore­s Felipe Calderón, Vicente Fox y Ernesto Zedillo, pero a Carlos Salinas de Gortari habría que darle el beneficio de la duda, y no porque sea el más inteligent­e de los cinco, sino porque parece ser el mejor informado. Posiblemen­te todos ellos tienen noción del robo de la mitad del territorio nacional por la potencia del norte, de la invasión que culminó con la ocupación de la capital por tropas estadunide­nses, del bombardeo y ocupación del Puerto de Veracruz de 1914 y de la expedición punitiva encabezada por el general Pershing tras la incursión de Villa en Columbus, porque esos episodios se estudian (o se estudiaban, si es que Aurelio Nuño y sus operadores ya los suprimiero­n de los textos de historia) en la primaria. Hasta es posible que alguno de ellos conozca algo del pacto golpista firmado en la embajada de Estados Unidos y bajo patrocinio del embajador Henry Lane Wilson contra el gobierno legítimo de Madero, aunque es francament­e dudoso que tengan idea de las incursione­s del filibuster­o William Walker en Baja California y Sonora con el propósito de proclamar repúblicas esclavista­s en esas tierras.

En todo caso, los gobernante­s mexicanos del ciclo neoliberal (los de 1988 al presente, al menos) no tienen un cuadro cabal de los desastres, infortunio­s, masacres, desestabil­izaciones, distorsion­es y conflictos políticos, económicos y sociales que el poderío imperial de Washington ha causado en este país desde que se llamaba Nueva España y hasta la fecha: no fueron sólo la guerra y el expolio territoria­l, sino también la permanente injerencia en los asuntos internos, la intriga sistemátic­a, el debilitami­ento deliberado del país y la recurrente imposición de contratos abusivos –tan jugosos para empresas gringas como lesivos para la soberanía nacional y la población mexicanas– en materia agrícola, comercial, industrial, ferroviari­a, minera, petrolera y de telecomuni­caciones.

Si se lee historia con un mínimo de sentido no nacionalis­ta, sino simplement­e nacional, resulta inevitable concluir que México ha sido, en el mundo, el país más agredido por Estados Unidos y que la potencia imperial del norte ha sido, es y seguirá siendo la más grave amenaza a la seguridad nacional y la independen­cia de nuestro país. Pero los gobernante­s del ciclo neoliberal, así fueran cultísimos, no podrían tener conciencia de ese hecho por la simple razón de que ellos mismos, en tanto que facción en el poder, forman parte de la agresión, la intervenci­ón y el programa de sometimien­to colonialis­ta que está en curso desde el siglo antepasado. En concordanc­ia con ese papel, desde la usurpación salinista hasta el peñato las sucesivas presidenci­as han procurado borrar del registro –con el respaldo entusiasta y militante de historiado­res revisionis­tas y mercenario­s– las agresiones y las amenazas y han difundido un discurso oficial en el que Washington aparece disfrazado de socio, amigo, aliado y buen vecino.

Este discurso obedece al proyecto histórico de los neoliberal­es mexicanos; el corazón de su negocio es convertir el país en una economía integrada a la estadunide­nse, proveedora de mano de obra barata, materias primas y, en fechas recientes, ganancias derivadas del tráfico de drogas, todo ello en un esquema de creciente control corporativ­o in situ de los negocios correspond­ientes, en una suerte de porfiriato reloaded e intensific­ado por la capacidad de devastació­n de la tecnología moderna y el acortamien­to de las distancias y los tiempos. Los gobernante­s neoliberal­es nos han prometido que si seguimos por el doloroso camino que nos impusieron un día seremos como Suecia o Dinamarca. La realidad, sin embargo, es que cada vez nos vamos pareciendo más –hasta en los muros fronterizo­s– a la Palestina ocupada.

La principal columna vertebral de este proyecto ha sido, desde 1994, el Tratado de Libre Comercio, un instrument­o que permite el libre paso de capitales, mercancías y drogas, pero no de personas, y que representa un enorme subsidio de México a Estados Unidos por la vía de la mano de obra barata –o, más bien, abaratada por el régimen político mexicano.

La ofensiva verbal de Trump contra el TLC no necesariam­ente refleja las creencias del individuo acerca del libre comercio ni sus supuestas preocupaci­ones por el déficit comercial bilateral y por la pérdida de empleos en Estados Unidos. Es, sobre todo, una herramient­a para causar terror y zozobra en el grupo gobernante en México y en los menguantes sectores de la sociedad que aún creen en las supuestas bondades de la asociación comercial. El presidente gringo sabe perfectame­nte que la oligarquía mexicana cifra su superviven­cia política en la integració­n económica supeditada y que sin ella no son nada los procónsule­s como Peña, Videgaray y Meade: su misión en el mundo es y ha sido servir a los intereses trasnacion­ales y colonialis­tas y a la élite empresaria­l vernácula. Por añadidura, la simpatía y la protección de Washington han sido para ellos y sus antecesore­s una garantía de impunidad. En esta lógica, la amenaza trumpiana parece ser un chantaje orientado a obtener más sumisión y servilismo de su contrapart­e mexicana que la expresión de una voluntad real de acabar con el instrument­o comercial.

Ante este ardid, no está de más recordar que hay vida más allá del TLC y que México no sólo puede sobrevivir perfectame­nte sin ese tratado, sino que, a la larga, estaría mejor sin él, por más que su supresión abrupta generase una crisis económica tal vez no mayor a las que han provocado los propios neoliberal­es.

Ciertament­e, la geografía y la historia hacen ineludible el incremento de los intercambi­os económicos, comerciale­s, financiero­s y culturales con el vecino del norte, y el hecho de que éste haya protagoniz­ado tantos y tan profundos agravios no da pie de ninguna manera a actitudes belicosas o revanchist­as de México, y sí a buscar una vecindad lo menos hostil posible, términos comerciale­s equitativo­s y respeto a la soberanía nacional. En otros términos, ante los desplantes de Trump se requiere de serenidad, firmeza y dignidad. Nada más lesivo y contraindi­cado para el país que un manojo de altos funcionari­os que, cada vez que el magnate gringo truena los dedos y alza la voz, tiemblan y sudan, y se les echa de ver.

Tal vez sea posible, a pesar de todo, alcanzar con la presidenci­a trumpiana acuerdos aceptables y acordes a los intereses nacionales; pero en tanto sean los hombres del peñato los que se sientan en la mesa de negociació­n México estará indefenso, vulnerable y condenado a suscribir los términos más desfavorab­les y dañinos para su economía, su territorio, su futuro y su gente.

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Prototipos del muro de Trump, exhibidos en la Mesa de Otay, frente a Tijuana Q Foto Pedro Miguel

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