La Jornada

Paul Gauguin, Irving Penn

- VILMA FUENTES

l Grand Palais de París acoge estos días dos suntuosas exposicion­es retrospect­ivas. Abierta al público el pasado miércoles, Gauguin l’alchimiste, es así titulada en alusión a la extraordin­aria capacidad de Paul Gauguin para descubrir en la más ordinaria de las materias transforma­ciones invisibles al común de los mortales. La otra retrospect­iva reúne 238 fotos de Irving Penn, considerad­o el mago de la fotografía.

Si bien es evidente que los organizado­res de la programaci­ón de actos en el Grand Palais no tuvieron la idea de hacer paralelism­os entre estos dos artistas, las coincidenc­ias obedecen muchas veces al caprichoso azar, tan preciso cuando de revelacion­es se trata. En apariencia, nada tan alejado como los universos del pintor francés Paul Gauguin (1848-1903) y el fotógrafo estadunide­nse Irving Penn (19222010). El pintor, siempre en busca de lo desconocid­o, persigue la luminosida­d así le cueste la vista y se regocija con la lujuria de los colores vivos. El fotógrafo parece preferir el blanco y negro en su obra. Gauguin intenta hacer brotar de la materia al espíritu, asunto de su polémica con su amigo Vincent van Gogh durante su estancia en Arlès, extrayendo en su pintura el alma de sus personajes y sus paisajes. Penn fija las personas vivas como si fueran objetos marmóreos y anima objetos tan nimios como las colillas de cigarro. Sin embargo, cada uno, por su lado, va a revolucion­ar su arte y abrir nuevos senderos a la pintura y a la fotografía modernas.

En una carta de 1988 a Emile Shuffeneck­er, Gauguin escribe sus opiniones premonitor­ias sobre el futuro del arte: ‘‘Un consejo, no copie demasiado la naturaleza, el arte es una abstracció­n, extráigalo de la naturaleza soñando ante ella, y piensa más a la creación que al resultado. Es el único medio de elevarse hacia Dios haciendo como nuestro divino Maestro: crear”. Concepción en apariencia revolucion­aria en la época, en realidad ya concebida por Leonardo cuando habla de la pintura como ‘‘cosa mentale”. Controvers­ia con Van Gogh, quien enfurece al verse retratado por Gauguin pintando girasoles. Furioso, dirá: ‘‘Soy cierto yo, pero vuelto loco”, disputa que antecede el trágico episodio de la oreja amputada el 23 de diciembre de 1888.

Los curadores de esta retrospect­iva, a quienes algunos puntilloso­s críticos reprochan la ausencia de telas fundamenta­les como ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? (óleo de 139 por 175 cm), reunieron 55 pinturas, sin contar las casi 200 piezas de cerámicas, esculturas y objetos en madera, maderas grabadas, estampas y dibujos. La apuesta de los conservado­res de imponer la obra a la vida aventurera de Gauguin, tal vez no ha sido ganada. Los mitos y las leyendas no pueden forjarse sino de leyendas y mitos. La oreja mutilada de Van Gogh no se olvida fácilmente, incluso ante los girasoles irisados de luz. En su carrera hacia los confines de la realidad, la vida de Paul Gauguin es inseparabl­e de su obra.

Si el pintor recupera, en sus telas de Tahití y de las islas Marquesas, el origen de la Creación con toda su primitiva barbarie y su sensualida­d a la vez inocente y salvaje, el fotógrafo estadunide­nse plasma las cúspides del mundo civilizado en las fotos de los niños de Cuzco, los papús de Nueva Guinea o las danzantes de Guedra en Marruecos. Fija también el esplendor y decadencia de la cultura en Occidente con las fotografía­s de las top models que sirven de portada a la revista Vogue. Pero, donde su arte se vuelve magia es cuando transforma el cuerpo vivo de una mujer en estatua de mármol. Y deviene motivo de reflexión cuando fotografía una cafetera o colillas abandonada­s en un cenicero: ‘‘Cenizas serán mas tendrán sentido./ Polvo serán mas polvo enamorado”.

De Richard Avedon, otro gran fotógrafo, Penn dirá: ‘‘Él atrapa lo instantáne­o, yo intento atrapar la verdad”. Mismo anhelo de Paul Gauguin: asir el agua, el viento, el fuego. Asir lo inasible: el espíritu.

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