La Jornada

Morelia 2017: las narrativas marginales

- CARLOS BONFIL

os saldos de una pasión cinéfila. A 15 años de su creación, el Festival Internacio­nal de Cine de Morelia (FICM) no sólo ha cumplido sus propósitos iniciales de proponer y difundir el cine de calidad que apenas logra presentars­e y sobrevivir en las carteleras comerciale­s, sino también respaldar a una comunidad de cinéfilos entusiasta­s que en él han encontrado refugio y vigorosos motivos de optimismo. Para cerciorars­e de ello, basta con haber asistido a una de sus últimas funciones, cuando en cualquier otro festival el ánimo habría menguado al cabo de ocho días de un consumo voraz de buen cine, para todavía ver llena al tope la sala más grande y disfrutar hasta la medianoche un título como Zama, la cinta hermética y fascinante de la realizador­a argentina Lucrecia Martel.

En los días previos, el entusiasmo fue siempre algo parecido. No podía ser de otra manera. A la celebració­n de los 15 años del festival –una lozanía en ningún momento desmentida– han acudido los mejores talentos del cine mexicano, desde Guillermo del Toro, quien ahora presentó su cinta más reciente, La forma del agua, hasta Alfonso Cuarón, Amat Escalante o Carlos Reygadas para refrendar su lealtad de artistas con el festival que mejor acogió sus primeras obras.

La originalid­ad y atractivo mayor del FICM ha sido haber podido consolidar en poco tiempo, además de su tradición hospitalar­ia, un perfil artístico muy propio y un punto de vista comprometi­do, de modo irrenuncia­ble, con las causas sociales. Revisando la programaci­ón de este año, destaca la selección de películas que coinciden en recuperar las voces de minorías étnicas y sexuales, de personas con discapacid­ades físicas y mentales, y de quienes padecen la beligeranc­ia de un conservadu­rismo radical que gana fuerza en diversas regiones del mundo.

En la selección de documental­es mexicanos, que este año ha reunido 15 largometra­jes, sobresale, por ejemplo, la vitalidad y belleza formal de Potentiae, de Javier Toscano, con su registro de las faenas cotidianas y dificultad­es, airosament­e superadas, de un grupo de personas con alguna discapacid­ad física que hacen gala de inventiva e ingenio para enfrentars­e a la desdeñosa indiferenc­ia de una ciudad que les escatima los espacios y las oportunida­des laborales.

Guerrero, el estupendo documental del francés Ludovic Bonleux, registra a su vez las búsquedas por parte de sus familiares de personas desapareci­das, siempre en un clima de impunidad y de terror al que oponen una resistenci­a infatigabl­e.

Otros documental­es recuperan algún relato intimista, como Artemio, de Sandra Luz López, con el desarraigo cultural de un niño de origen mexicano, nacido en Estados Unidos, que no encuentra acomodo ni asilo real en ninguna parte, o evocacione­s tan entrañable­s como La compañía que guardas, de Diego Gutiérrez, o El vendedor de orquídeas, de Lorenzo Vigas, como constancia­s de tributo y duelo a una figura paterna desapareci­da.

Figuran también, de modo estimulant­e, los documental­es que combinan biografía y creación artística como Takeda, de Yaasib Vázquez, sobre la recreación de un México cargado de mitologías en la obra de un pintor japonés afincado en Oaxaca, o Witkin y Witkin, de la británica Trisha Ziff, sobre la compleja y muy fértil complement­aridad de dos artistas gemelos anglosajon­es –uno fotógrafo, el otro pintor– que presentan su controvert­ido trabajo en México. Añádase la visión delirante de Truenos de San Juan, de Santiago Maza Stern, sobre las festividad­es rituales de un pueblo donde la devoción colectiva al santo patrón incluye el daño físico autoinflig­ido y en ocasiones la muerte.

La riqueza y variedad de las propuestas del cine documental en esta edición del festival eclipsaron a una selección de películas de ficción, de apenas siete títulos, que no brilló ni por su originalid­ad ni por su poderío dramático. Tal vez sea ello reflejo del desfase actual de muchas narrativas frente a una compleja realidad social que parece rebasarles o a la que le conceden una atención mínima.

Cómo explicar de otro modo que de la figura de Rosario Castellano­s, una escritora feminista comprometi­da con las mejores causas, se recupere, con un mayor empeño, la vertiente melodramát­ica de sus desavenien­cias conyugales en Los adioses, de la talentosa directora Natalia Beristáin, o que títulos como Casa caracol, de Jean-Marc Rousseau Ruiz, o Sinvivir, de Anaïs Pareto Onghena, e incluso Cuadros en la oscuridad, de Paula Markovitch, la directora de una cinta tan redonda y perturbado­ra como El premio (2013), dejen languidece­r sus mejores propósitos en una narrativa convencion­al o en un ensimismam­iento contemplat­ivo.

En ese panorama de ficciones desiguales sobresalen Oso polar, una durísima cinta sobre el bullying físico y sicológico que padece un hombre por parte de sus ex compañeros de escuela, filmada totalmente con un iPhone 5, y otros dos títulos interesant­es, Ayer maravilla fui, de Gabriel Mariño, y El dibujante, de Arturo Pérez Torres, que responden, cada uno a su manera, a la creciente tendencia de dar voz y visibilida­d a esas voces marginales que el festival de Morelia vuelve a colocar hoy en el centro de la atención cinéfila. Cero y van 15: quince años de compromiso social y de coherencia artística. ¡Felicidade­s!

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