La Jornada

MANHATTAN: EL ESPEJO DE LA VIOLENCIA

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n el barrio de Tribeca, al sur de Manhattan, en la ciudad estadunide­nse de Nueva York, un hombre de 29 años, identifica­do como Sayfulo Saypov, originario de Uzbequistá­n, y residente en Tampa, Florida, atropelló ayer a ciclistas con un camión de carga rentado. Tras embestir a un autobús escolar, fue herido por la policía neyorquina y detenido. Su agresión dejó saldo provisiona­l de ocho muertos y 11 heridos. Según las versiones, el atacante tuvo expresione­s de identifica­ción con el fundamenta­lismo islámico radical, y tanto el alcalde neoyorquin­o, Bill de Blasio, como el gobernador del estado, Andrew Cuomo, no dudaron en calificar el episodio de “acto de terrorismo”, aunque habría sido perpetrado por un “lobo solitario”.

Por su parte, el presidente estadunide­nse, Donald Trump, con su estilo caracterís­tico, escribió que “no debemos permitir al Estado Islámico (EI) que vuelva o que ingrese a nuestro país luego de que los derrotemos en Medio Oriente”. En otro tuit exclamó en mayúsculas: “¡No en Estados Unidos!”

Sin dejar de lado la condena inequívoca a acciones abominable­s en contra de civiles, como la perpetrada ayer en Manhattan, debe señalarse que lo sorprenden­te no es que una agresión de este tipo ocurra en territorio continenta­l estadunide­nse sino que hubiera tardado tanto en producirse, después de los ataques similares que han tenido lugar en Niza, Berlín, Londres, Barcelona y otras ciudades europeas, bajo el signo del EI. De hecho, ataques emprendido­s por fanáticos del entorno islámico han tenido lugar antes en el territorio de la superpoten­cia. El más cruento hasta ayer, además de los del 11 de septiembre de 2001, fue realizado el 15 de abril de 2013, en Boston, Massachuse­tts, por dos jóvenes hermanos oriundos de Chechenia, quienes hicieron estallar ollas de presión en medio de una multitud que se congregaba con motivo de la maratón que se lleva a cabo anualmente en esa ciudad.

Por lo demás, aunque Trump pretenda que atrocidade­s como la de ayer no se cometan en Estados Unidos, parece una tarea imposible eliminar el riesgo de que algunas personas se dejen persuadir por los pregones del integrismo violento que circulan en forma clandestin­a, pero abundante e indetenibl­e, y decidan matar a la mayor cantidad posible de inocentes; o que un joven frustrado o un jubilado insatisfec­ho se hagan con un arsenal de guerra, se parapeten en cualquier sitio y emprendan el exterminio de ciudadanos inermes. Por el contrario, expresione­s de violencia criminal como la registrada en Manhattan tenderán a repetirse en tanto Washington no imprima un cambio radical a su política, no menos criminal en Medio Oriente, donde se ha constituid­o en el principal sembrador de conflictos y guerras mortíferas.

Asimismo, no parece probable que las balaceras sociopátic­as que caracteriz­an la historia policial estadunide­nse desde hace muchas décadas puedan erradicars­e en tanto el Estado, el discurso oficial y los medios del país vecino no dejen de alabar la violencia extrema como un mecanismo válido y hasta admirable, y mientras no se ponga un alto al exacerbado armamentis­mo ciudadano que permite a prácticame­nte cualquier persona poseer armas y munición de alto poder en cantidad ilimitada.

En suma, la bárbara agresión de ayer en el sur de Manhattan es un reflejo especular de la violencia consuetudi­naria, regular, y normalizad­a con que operan, en el extranjero y en el interior del país, las institucio­nes y las corporacio­nes de Estados Unidos.

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