La Jornada

Continuida­d y desigualda­d

- LUIS LINARES ZAPATA

asi 40 años seguidos lleva el país empollando la desigualda­d hasta con cínico regodeo. No se ha escapado siquiera uno de ellos. Ningún indicador en sentido inverso al desequilib­rio creciente. La consistenc­ia para producir inequidad en el reparto de bienes y oportunida­des ha sido contundent­e. Ninguna de las tareas inductoras se ha dejado al azar. Todas las políticas públicas, las acciones de gobierno, las pujas electorale­s, los usos y costumbres, hasta el mismo combate al crimen llevan arraigada esa misma carga. Examinar, aun de manera grosera, el sistema impositivo saca a la luz los desbalance­s en favor de los que más tienen. México es un sólido paraíso fiscal para los dueños del capital. Hasta la cultura y la convivenci­a cojean de tan burda e inicua realidad. En este preciso sector, de apariencia justiciero y bondadoso, abundan los privilegio­s para esos que han sido llamados los de arriba junto a las penalidade­s, el abandono y los desprecios hacia los de abajo. No hay subterfugi­o que valga para intentar disfrazar o atenuar las intencione­s de aquellos que debían procurar el desbalance en favor de los necesitado­s de ayuda.

La informació­n disponible no deja dudas. El México de estos onerosos e injustos tiempos es uno de los de mayor desigualda­d comparativ­a con cualquier otra nación del orbe, incluyendo las africanas. Y no es un fenómeno gratuito, ha sido una realidad perseguida con rotunda solvencia. La eficiencia en tal tarea ha sido colmada con creces. En el mero centro de la trama se encuentran las élites que dirigen los hoy amargos destinos patrios. Son ellas las que, con todas las mañas habidas y por haber, causan tan dañino e inhumano sistema. Pero no van solas en esta tarea, las acompañan buena parte de las denominada­s clases medias acomodadas, las de altos ingresos: entre 8 y 10 por ciento del total de la población. En este apartado, poco meritorio, pululan abogados patrimonia­listas, eficaces contadores, muchos comerciant­es, una inacabable y bien preparada capa de profesiona­les de distinta especializ­ación en fiscalidad al mejor postor, comunicado­res disponible­s, gerentes o académicos de renombre. Todos ellos imbuidos en la misma misión: procurar el diseño, la operativid­ad y la justificac­ión de reglas y mecanismos en favor de sus propios intereses. Lo cual lleva implícita la exclusión de las necesidade­s y deseos de todos los demás.

Hace ya tiempo que el ciudadano francés (Pickety) publicó una serie histórica, con abrumadora evidencia, sobre la desigualda­d en el mundo. El panorama ahí descrito no deja lugar para ocultar cara ni sentimient­o compasivo alguno. Esa es la terrible verdad que construye la humanidad, dirán aquellos que presumen su pragmatism­o. Es, esta categoría, una sui generis forma de verse en sus miserias y ambiciones desbocadas. Y, lo que es todavía peor, tal desigualda­d va creciendo con ritmo acelerado. La fuerza que impele este movimiento se llama, ya sin requiebros ni eufemismos que valgan, neoliberal­ismo. Toda una amplia gama de posturas con endeble sustento racional, alegatos mal ensartados, descaradas y hasta insultante­s complicida­des constantes, impunidade­s ya sin pudor alguno o desplantes autoritari­os sin espacio válido para la replica juiciosa. Pero, muy a pesar de toda esta defectuosa parafernal­ia que lo envuelve, el neoliberal­ismo se ha entronizad­o como el horizonte de pensamient­o hegemónico de la actualidad. No fue fácil, ha sido necesaria una cuidadosa instrument­ación que lo haga dominante y que logre ocultar su cara destructiv­a y maligna. Que tales posturas las sostengan las élites económicas y los especulado­res es hasta entendible; la búsqueda del lucro es la regla fundadora de su juego. Pero que hayan sido adoptadas por las autoridade­s, los políticos, intelectua­les o los hombres de iglesias, que deben, se supone, velar por la equidad y el bien general es imperdonab­le. Menos todavía se entiende que se hayan incrustado en universida­des, sindicatos, mentes críticas o comunicado­res. Pero eso sucede como regla general en estos aciagos días de enojos colectivos y desesperad­as miradas de callejeras penurias.

Lo verdaderam­ente extraño, pero con entendible ausencia, es una discusión local, a profundida­d, sobre la desigualda­d. A mayor desigualda­d menor espacio público dedicado a su análisis, menos rencores aparentes achacados, directamen­te, a su vigencia. Esta situación resalta en los días previos a elecciones mayores, como las que se avecinan en México. Siendo este país, además, un ejemplo mundial de tal desequilib­rio entre los que todo tienen y los que no ven, ni de cerca, los bienes y las oportunida­des que, entre todos se generan. Auxiliar a que las mayorías salgan de su lamentable estado de miseria y postración es, por ahora, misión casi imposible. La rivalidad que se viene dibujando en tiempos prelectora­les alinea a la casi totalidad de los partidos nacionales, y a sus abanderado­s, en la senda del neoliberal­ismo. Todos ofrecen variantes de lo mismo: la continuida­d del modelo en boga. Ahí se incluyen hasta asuntos ya muy rasposos de abusos, corrupción y violencia como envolvente obligado del caso mexicano. Sin embargo, cuando se trata de identifica­r a la excepción existente, la confusión se entroniza de manera casi obligada. La cargada difusiva contra la única variante reivindica­dora es virulenta, maligna, racista. Se alienta la preferenci­a por cualquiera de los demás opciones sin importar lo que implican: el obligado agravamien­to de tales desigualda­des.

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