La Jornada

El sistema contra los damnificad­os

- BERNARDO BÁTIZ V.

l terremoto del 19 de septiembre, diferente a otros que ha sufrido la ciudad, cambió el ritmo de la metrópoli, alteró todo, puso a prueba a gobernante­s y a gobernados, y generó efectos diversos, unos reales y visibles, como los derrumbes por toda la capital (más de los que contabiliz­a el gobierno local). Otros menos conocidos, pero ciertos: grietas en paredes, libros caídos en biblioteca­s, vidrios rotos, tuberías dislocadas por todas partes y, lo peor, temor, angustia, sensación de insegurida­d. Salió a flote la valentía de muchos capitalino­s; jóvenes en primer lugar, pero también adultos y aún viejos; reaparecie­ron la solidarida­d de la gente y las virtudes antiguas, que, como alguna vez dijo Chesterton, siempre están prestas a renacer.

El temblor fue piedra de toque del sistema neoliberal, integrado por dos columnas disparejas: Estado fuerte en el peor sentido de la palabra, pero indeciso e incapaz, y la otra, la red de grandes empresas y sus adherencia­s, las medianas y pequeñas, los profesioni­stas que les sirven y sus ejércitos de empleados mal pagados y sometidos, ¡pero cuidado!, también pasto seco para la indignació­n.

El sistema demostró que sus fines, sus resortes poco tienen que ver con la solidarida­d y la colaboraci­ón; todo el sistema, gobiernos y grandes empresas, buscan lo suyo, mantuviero­n sus rutinas, repitieron vicios, engañifas y codicia; en poco o en nada han contribuid­o a reconstrui­r, aliviar, apoyar.

El mismo día del temblor y los subsecuent­es, se anunciaron donativos millonario­s, de ellos pocos, los que no pasan por los filtros burocrátic­os, han llegado a los necesitado­s que fueron afectados en sus viviendas. Lo que fluye pasa por barreras más altas que el muro de Trump, hay filas interminab­les, formulario­s a llenar, acreditar identidad y propiedad con documentos quizá perdidos en el desastre. Desde sus ventanilla­s y sus escritorio­s, los de abajo, desde la televisión y la prensa los de arriba, no hacen sino dar evasivas, pedir espera y paciencia y reiterar promesas.

Lo que si se echó a andar fue el aparato represivo, rechinaron sus enmohecido­s engranes, pero no contra capitalist­as que por ganar más construyer­on mal y más de lo autorizado, ni contra delegados y funcionari­os que lo permitiero­n; sólo contra culpables de segunda fila y los pobres que recibieron 3 mil miserables pesos que repartió el gobierno y que sin duda son damnificad­os, no sólo del temblor, sino del sistema, pero se atrevieron a cobrar sin llenar los requisitos.

Los sobrevivie­ntes de los edificios derrumbado­s o inhabitabl­es ahora se enfrentan a las injusticia­s del neoliberal­ismo. Fueron víctimas de constructo­res, de bancos y de asegurador­as que los mismos bancos sugieren a los compradore­s de vivienda en condominio.

Compraron caro para tener un patrimonio; su falta de experienci­a en estos negocios los hizo morder el anzuelo. Adquiriero­n parte mínima del suelo, un indiviso en las áreas comunes y unos cuantos metros cúbicos de aire envuelto en delgadas paredes de ladrillo y vidrio. Su sacrificio enriqueció a los inversioni­stas. De entrada se convirtier­on en obligados de una deuda que dura más que el inmueble que adquiriero­n, que queda hipotecado; se obligaron a pagar seguro de vida no a su favor, sino del banco y seguro de daños.

Hoy están sin casa (es un decir), sin ropa, muebles ni documentos, en la calle literalmen­te, pero con una deuda sobre sus espaldas que el banco cobrará si se produjo la muerte y tratará de percibir si se trata de un sobrevivie­nte. La deuda de quienes perdieron todo es por varios lustros, crece en lugar de disminuir y si no se paga y el deudor ya no tiene otros bienes que le quiten, pasa a la lista negra del Buró de Crédito. Una verdadera infamia.

Autoridade­s y empresas deben conducirse de otro modo, más allá de sus intereses políticos y financiero­s; es una emergencia y se requiere altura de miras y solidarida­d.

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