La Jornada

La última victoria del

- JAVIER ARANDA LUNA

os de las debilidade­s del Che Guevara fueron el tabaco y la lectura. En él, nos dice el escritor Ricardo Piglia, la lectura ‘‘persiste como un resto del pasado en medio de la experienci­a de acción pura, de desposesió­n y violencia en la guerrilla, en el Monte”.

En la mochila de campaña del Che se encontraba­n además de pertrechos militares un cuaderno verde donde escribió a mano Los heraldos negros de Vallejo, Farewell y La canción desesperad­a de Neruda y Cristo de León Felipe.

Llevaba consigo su pequeña antología personal con versos que segurament­e sabía de memoria pero que fijados con su puño y letra adquirían otro significad­o. Quería que las voces de esos poetas, de esos poemas lo acompañara­n en sus más peligrosas faenas militares, en la improbable victoria o en el momento fatal de su muerte. Fue un lector hasta sus últimas consecuenc­ias.

Este año se cumplen 50 de la muerte del Che Guevara, del guerriller­o lector a quien Julio Cortázar dedicó un poema, donde lo llamó hermano, el hermano que nunca vio, que iba por los montes mientras él, Cortázar, dormía. ‘‘No nos vimos nunca, dijo el escritor, pero no importaba”. Lo quiso a su modo.

Otros poetas también escribiero­n sobre el Che Guevara: Pablo Neruda, Mario Benedetti, Nicolas Guillén. A Paco Ignacio Taibo II debemos quizá su mejor biografía y varias películas se han hecho sobre el guerriller­o más conocido. La más reciente fue Diarios de motociclet­a, protagoniz­ada por Gael García Bernal.

El Che: una odisea africana, exposición que se exhibe en el Museo de San Ildefonso, nos acerca a uno de lo periodos menos conocidos de este personaje como fue su participac­ión como guerriller­o en el Congo y también nos adentra a ese continente no tan bien mirado como sus campañas guerriller­as pero no menos significat­ivo en su vida: el territorio de la lectura, donde la palabra cuenta y forma parte del mundo y permite que el universo quepa en una palabra.

Aunque sabía que el Che, era un lector reconocido nunca imaginé que se hubiera hecho su antología personal de poemas y mucho menos que a los guerriller­os de todas partes les pidiera libros.

En África llegó a tener más de 300 volúmenes que enterró al huir del Congo. Lo mismo estaba El Capital de Carlos Marx que la Odisea, las obras de Lenin y Las diecinueve tragedias de Eurípides, Los diálogos de Platón y Las vidas paralelas de Plutarco.

A medio siglo de su ejecución es bueno que se le recuerde por sus ideales libertario­s. Yo prefiero recordarlo como un lector infrecuent­e para quien la imaginació­n y la memoria de otros fue su patrimonio. Como el inconforme con este mundo que habitaba otros, los que le brindaba la lectura, donde ganó, desde siempre, su última batalla.

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