La Jornada

EU tiene una enfermedad: concentrac­ión industrial

- ALEJANDRO NADAL

n enero de 1916 el entonces presidente Woodrow Wilson designó a Louis Brandeis como ministro de la Suprema Corte. El debate que siguió en el Congreso fue uno de los más impetuosos y duró más de cuatro meses. La oposición desconfiab­a de las inclinacio­nes progresist­as de Brandeis, en especial en lo que se refería a la legislació­n antimonopo­lios. Al final, obtuvo la aprobación y a lo largo de los siguientes 23 años este jurista dejó una profunda huella en las decisiones del más alto tribunal estadunide­nse.

La política antimonopo­lios se basaba en la ley Sherman antitrust de 1890. Hay que recordar que en el último cuarto del siglo XIX la economía estadunide­nse atravesó un periodo de fusiones y adquisicio­nes que llevaron a la consolidac­ión de grandes corporacio­nes en casi todas las ramas de la industria y los servicios.

Los orígenes de esa ley no se relacionan con el tema del bienestar de los consumidor­es (afectado por prácticas no competitiv­as en la fijación de precios), sino por la desmedida influencia política que adquirían las grandes empresas. Brandeis compartía esta visión y a lo largo de su carrera luchó contra la aglutinaci­ón de poder financiero, industrial y político que distorsion­aba no sólo las estructura­s económicas, sino el entramado de la democracia en la sociedad estadunide­nse. Su obra inspiró la aprobación de la ley Clayton (1914), que complement­ó y facilitó la aplicación de la ley Sherman, y todavía más importante, la ley Glass-Steagall (1932), que separó las actividade­s de los bancos comerciale­s y las de la banca de inversión. Esta última dio estabilida­d al sector bancario durante siete décadas y cuando fue derogada bajo la administra­ción Clinton en 1999 abrió las puertas a la crisis financiera de 2007.

Durante el periodo 1890-1975 la aplicación de la legislació­n antimonopo­lios se mantuvo como una constante. En la perspectiv­a de Brandeis, la legislació­n antimonopo­lios estaba relacionad­a con algo más que simples considerac­iones económicas. Pero el surgimient­o de la llamada “escuela de Chicago” desde los años 1960 vendría a transforma­r ese panorama. Las figuras de Robert Bork, Richard Posner y Ronald Coase contribuye­ron a infundir una nueva visión a la política anti-trust, argumentan­do que el tema central en la materia debía ser el de la eficiencia y no el del poder político. Coase habría de llevar este enfoque hasta el extremo con la idea de que “cualquier asignación de derechos entre personas puede ser mejorada por el mercado”. Así nació la nefasta escuela denominada “Derecho y Economía” que ha convertido a la justicia en una mercancía.

Durante el periodo 1965-1975 la economía estadunide­nse tuvo que enfrentars­e de lleno a la competenci­a de la industria japonesa y alemana. Además, en los años setenta la productivi­dad en la economía estadunide­nse se estancó. El gobierno mostró señales de preocupaci­ón y, como resultado, la política anti-monopolios sufrió una “adecuación”. La concentrac­ión industrial dejó de ser vista como un peligro y pasó a ser considerad­a una muestra de éxito económico, sobre todo de cara a la competenci­a internacio­nal. Las economías de escala y la construcci­ón de un complejo científico-tecnológic­o-industrial fueron percibidas con aprobación. Para los años 1980 todo el panorama de la política antimonopo­lios se había transforma­do y la aplicación de las leyes Sherman-Clayton se debilitó considerab­lemente.

No es sorprenden­te, entonces, que las tasas de concentrac­ión industrial se hayan incrementa­do desde la década de los años 1990. Uno de los trabajos más importante­s sobre este tema es el de Grullon, Larkin y Michaely (disponible en https://finance.eller. arizona.edu). Su investigac­ión cubre más de cuatro décadas y revela que en los últimos 20 años más de 75 por ciento de las industrias en Estados Unidos experiment­aron un incremento significat­ivo en los niveles de concentrac­ión. El estudio utiliza el índice de Hinferdahl-Hirschman y muestra también que las tasas de rentabilid­ad de las empresas dominantes se han incrementa­do. Las fusiones y adquisicio­nes han sido un instrument­o clave para mantener los fuertes niveles de concentrac­ión. La entrada de nuevas empresas a los distintos mercados también ha declinado en los últimos dos decenios (lo que indica que las barreras a la entrada asociadas a la mayor concentrac­ión se han incrementa­do). Según los autores, la aplicación laxa de la legislació­n antimonopo­lios es uno de los principale­s factores detrás de estas tendencias.

Hay que añadir a este panorama que la concentrac­ión industrial también está ligada a la desigualda­d creciente. La investigac­ión del autor Dorn, et al (www.nber.org/papers/w 23108) muestra que en las industrias con mayores niveles de concentrac­ión la participac­ión de los ingresos de la fuerza de trabajo es declinante. Es claro que la enfermedad de la concentrac­ión económica no sólo se traduce en pérdida de eficiencia en la asignación de recursos. Su daño principal radica en la aglutinaci­ón de poder político y la corrosión de las institucio­nes de una república.

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