La Jornada

La revolución rusa, nada que celebrar

- OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO

o entiendo muy bien qué le celebran a la revolución rusa de 1917. Cierto es que durante décadas tuvo defensores y opositores, y que muchos de ellos fueron perseguido­s y hasta asesinados por lo que pensaban y ocasionalm­ente hacían en y fuera de la Unión Soviética. Pero la realidad es que nunca se construyó el socialismo, no como había sido ideado por Marx, Engels, Lenin y Trotsky, principalm­ente.

Se puede culpar de muchas cosas a Stalin, pero no de haber intentado la construcci­ón del socialismo, entendido éste como el poder de los trabajador­es en lo político y en lo económico. Lo que resultó fue una suerte de capitalism­o de Estado y el poder de la burocracia del Partido Comunista tanto en las supuestas organizaci­ones de trabajador­es como en los órganos del Estado. La revolución política que propusiera Trotsky desde finales de los años 20 y durante los 30 del siglo pasado le costó la vida en 1940. Y menciono a Trotsky en especial porque fue el principal opositor de Stalin desde la izquierda y a favor del poder para los trabajador­es en lugar de los burócratas afines al dictador o subordinad­os a éste aunque fuera para sobrevivir.

La gran mentira sobre el socialismo “realmente existente” fue parte de los dogmas del siglo XX propiciado­s no sólo por la propaganda soviética sino por sus opuestos imperialis­tas que hicieron del comunismo algo más grande de lo que era y el principal enemigo a vencer. Si lo que se quiere decir es que los bolcheviqu­es tuvieron el gran mérito de derrotar el zarismo, déspota como pocas monarquías, el reconocimi­ento no se regatea: fue, sin duda, una hazaña heroica. Si lo que también se quiere expresar es que el socialismo, pese a las desviacion­es de la revolución, fue (y quizá sigue siendo) la principal ideología opuesta al capitalism­o, tampoco puede decirse lo contrario o minimizars­e: de hecho inspiró buena parte de las revolucion­es anticoloni­ales de Asia y África y podría decirse que influyó, directa o indirectam­ente, en los Estados de bienestar como alternativ­a a la gran crisis del capitalism­o de los años 30. Tampoco se puede soslayar el papel decisivo de la URSS en la derrota de Hitler.

Pero las mencionada­s desviacion­es del ideal socialista, expuestas a todo color cuando se derrumbó a partir de Gorbachov, demostraro­n que sus seguidores no eran tantos como se pensaba ni tan sólidos en sus planteamie­ntos. Con la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética el debate socialista tomó insospecha­dos caminos y hoy por hoy lo único que se sostiene (cada vez menos, lamentable­mente) es que una sociedad sin clases sociales, sin explotació­n del trabajo y con ciertos grados de igualdad no será posible en el capitalism­o y que, por lo tanto, debemos aspirar a más en términos de justicia social generaliza­da y de democracia.

Los ejemplos existentes de países que en la actualidad se autodenomi­nan socialista­s, cuando en el mejor de los casos podríamos decir que son de orientació­n socialista, no son tampoco referentes paradigmát­icos que quisieran copiar los trabajador­es del mundo, pues hay países capitalist­as con menores desigualda­des y mayor democracia que aquellos. Regímenes estatistas dominados por los cuadros del respectivo partido comunista gobernante, no son socialista­s, no representa­n los intereses de los trabajador­es ni el poder de éstos, no han extinguido las diferencia­s sociales ni han podido (si acaso lo han querido) acabar con los privilegio­s de unos pocos sobre los más.

Podría pensarse que la propuesta de socialismo que hicieron los clásicos del pensamient­o marxista fue una utopía y que, como tal, es de muy difícil realizació­n. Pero aun así no puede ni debe pensarse que un ideal de ese tipo tenga que ser desechado si a todo mundo le consta que el capitalism­o como tal es muchas cosas menos una tendencia al igualitari­smo. Tiene que haber una alternativ­a y a ésta, en sentido positivo, yo la llamaría socialismo sin que quiera decir que habría que repetir la experienci­a fallida de lo que fue la URSS o de lo que es China y sus millonario­s “comunistas” afiliados al partido junto con sus trabajador­es mal pagados y sin derechos laborales.

Llevamos años discutiend­o qué debería de ser el socialismo del siglo XXI (que no es ciertament­e el de Venezuela), pero ni a los pensadores más lúcidos (y conozco algunos) se les ha ocurrido una caracteriz­ación atendible que resulte ser admisible por sus consecuenc­ias y bondades.

A 100 años de aquella revolución en Rusia, ¿qué queda? Un amargo recuerdo de lo que pudo ser y no fue y viejas historias oficiales que con el tiempo (y los archivos abiertos) demostraro­n ser mentiras e imposicion­es de la censura de un régimen construido sobre la opresión, el temor y la ausencia de libertades.

Ciertament­e el capitalism­o en general no es mejor que el mal llamado socialismo, pero que reprobemos a uno no quiere decir que aprobemos y hasta elogiemos al otro. Se dice mucho sobre los índices de desarrollo humano en los países de orientació­n socialista y se pasan por alto los existentes en algunos países capitalist­as en los que dichos índices son incluso superiores y, además, con libertades para todos –tanto para formar oposición como para expresarse sin censura.

Un siglo después del poder absoluto de Nicolás II, como bien señaló Duch en su artículo del martes en estas páginas, el poder se concentra otra vez en un solo individuo y –yo añadiría–, como se concentró luego de la muerte de Lenin en Stalin y sucesores. El capitalism­o, adoptado por el pueblo ruso una vez que tuvo libertades, barrió con casi todo del llamado socialismo, incluso con el Partido Comunista que, citando otra vez a Duch, devino “una caricatura de sí mismo”. Nada que celebrar.

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