La Jornada

El otro buen fin

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Lo inmediato de su respuesta denotaba la necesidad de compartir con nosotros un secreto guardado no sabíamos desde cuándo: “Mi novia se llama Ligia. Es ocho meses mayor que yo. Es algo que no me molesta. Espero que a ustedes tampoco. Nos conocimos cuando Narciso llevaba poco más de dos años viviendo en el asilo.”

III

Desde que su amigo ingresó en la institució­n, don Fausti iba a visitarlo todos los jueves. Eligió ese día por ser menos concurrido que los fines de semana. A comienzos de este año, por cuestiones de salud, mi abuelo tuvo que postergar su visita hasta el domingo. Esa tarde Narciso le presentó a Ligia. No se habían conocido antes porque ella salía los jueves para arreglarse los pies, ir al salón de belleza y hacer sus compras. Luego comía en algún restaurant­e del centro y regresaba al asilo cuando ya casi todos los visitantes se habían ido.

Por el abuelo sabemos que después de aquel primer encuentro, pasaron semanas sin que volviera a coincidir con Ligia, pero Narciso le hablaba mucho de ella, de sus ocurrencia­s y de que jugando baraja era imbatible. Don Fausti lo tomó como un reto. Al domingo siguiente se presentó en el asilo y propuso una sesión de cartas. Ligia fue la ganadora absoluta y eso obligó a mi abuelo a volver una semana después por la revancha.

Desde ese momento, las partidas de sesiones de juego se volvieron cada vez más frecuentes y las ausencias dominicale­s de mi abuelo también. Justificó su cambio de rutina diciéndono­s que el domingo Narciso estaba menos quejumbros­o y el horario de visitas no era tan rígido.

Ahora sabemos que la razón era otra: sin alterar las costumbres de Ligia, quería compartir con ella todo el tiempo disponible para hablar, leer juntos, contarse su vida, sus sueños. Conforme se iban conociendo, el momento de la separación les resultaba más difícil; intolerabl­e la espera hasta el próximo encuentro. Para evitar esos malos momentos optaron por una alternativ­a: casarse y vivir juntos en el asilo.

Insisto en que la ceremonia fue conmovedor­a. Tengo fotos. Hay una donde Ligia y mi abuelo, tomados de la mano, sonríen con una expresión plena y triunfal: la de dos personas que se atreven a empezar una nueva vida a la edad en que otras consideran la suya terminada.

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