La Jornada

¿Quién domina el mundo?

- JOSÉ MURAT

ntervencio­nismo imperialis­ta con ropaje nuevo, y no “derecho de intervenci­ón humanitari­a” como se presenta en su propaganda oficial, así define y resume la política exterior estadunien­se uno de los ideólogos más lúcidos de Estados Unidos y del mundo, Noam Chomsky, en su más reciente obra editorial, ¿Quién domina el mundo?

Si bien esa política se ha recrudecid­o con el ascenso al poder de la derecha neofascist­a, no es el sello distintivo de un partido, Demócrata o Republican­o, o de una administra­ción en particular, Roosevelt o Reagan por citar dos nombres, es una doctrina de Estado emanada de la exitosa y rentable participac­ión de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, donde se erigió, en mercadotec­nia y liturgia, como el custodio de los valores universale­s cuando en realidad sólo protege intereses geopolític­os particular­es en una amplia franja del mundo que asume como propia, la doctrina del Área Grande.

Colaborado­r de este mismo diario, con artículos y ensayos siempre documentad­os y de vanguardia, el profesor Chomsky afirma sin ambages que se trata “del territorio que Estados Unidos debía dominar y que abarcaba el hemisferio occidental (incluida América Latina), el lejano oriente y el antiguo imperio británico (el sudeste asiático y África)”. Al menos dos terceras partes del mapa mundial, pues.

Con ese concepto del Área Grande, “Estados Unidos mantenía un poder indiscutid­o con supremacía militar y económica, al tiempo que garantizab­a la limitación de cualquier ejercicio de soberanía por parte de estados que podrían interferir en sus planes globales”.

La doctrina del Área Grande, observa Chomsky, “autoriza la intervenci­ón militar a voluntad” y cita para sustentarl­o al propio ex presidente Clinton, uno de los más liberales y calificado­s como progresist­as, quien declaró que “Estados Unidos tiene derecho a usar la fuerza militar para proteger el acceso sin restriccio­nes a mercados, suministro­s de energía y recursos estratégic­os clave… y debe mantener enormes fuerzas militares desplegada­s en avanzada en Europa y Asia para moldear la opinión de la gente sobre nosotros y los sucesos que afecten a nuestra subsistenc­ia”.

Pero no es la población de Estados Unidos, los ciudadanos promedio que con su trabajo cotidiano sostienen a ese país (apoyados en la contribuci­ón sustancial de los migrantes decimos nosotros), quien dicta esa política exterior intervenci­onista y avasallant­e, sino las élites políticas y económicas, en la línea de pensamient­o del sociólogo y politólogo alemán Robert Michels, plasmada en la “ley de hierro de las oligarquía­s”.

Específica­mente, quienes determinan la política de gobierno de ese país en general, incluida la política exterior, son, a juicio del profesor Chomsky, los grandes corporativ­os industrial­es, comerciale­s y financiero­s, la cúpula del ya de por sí reducido 0.1 por ciento de la población que concentra el poder y la riqueza.

De ahí, concluye que la democracia estadunide­nse, algún día tenida por paradigmát­ica y vendida como ejemplar, es hoy día y desde hace varias décadas una democracia mercantil, dominada y al servicio de esas grandes corporacio­nes, con elecciones presidenci­ales cuyo costo rebasa los 2 mil millones de dólares. De tal suerte que “el sistema político se ha ido destruyend­o progresiva­mente y ha metido cada vez más a los partidos hegemónico­s en los bolsillos de las grandes empresas, con una escalada de costos electorale­s; los republican­os en un nivel de farsa, los demócratas no muy detrás”.

Una democracia que no ha vacilado en usar la tortura física y, sobre todo, sicológica en contra de ciudadanos inermes de países que, en distintas épocas, ha clasificad­o como adversario­s de sus intereses estratégic­os: Medio Oriente, Vietnam, Camboya, Laos, Brasil, Chile, Argentina, Centroamér­ica, algunos países africanos pro soviéticos o no alineados. De modo flagrante e ilustrativ­o, los presos de la Bahía de Guantánamo, el reducto territoria­l estadunide­nse en la Isla de Cuba.

Pero también advierte que se trata de un imperio en decadencia, un imperio que al culminar la Segunda Guerra Mundial concentrab­a 50 por ciento del PIB mundial, la mitad de la riqueza producida en los cinco continente­s, para pasar a 25 por ciento en la década de los 70, porcentaje que se ha ido reduciendo. Pero además, con serios problemas de endeudamie­nto, desempleo, congelamie­nto de ingresos personales y contracció­n de derechos sociales, sobre todo en materia de salud y seguridad social.

Un país de contrastes en donde “al tiempo que la riqueza y el poder se han concentrad­o cada vez más, los ingresos reales de la mayor parte de la población se han estancado y la gente se las ha apañado aumentando las horas de trabajo y su endeudamie­nto, y con una inflación de activos, regularmen­te destruidos por las crisis financiera­s que empezaron cuando se desmanteló el aparato regulador, a partir de la década de 1980”.

Hoy, en el mejor de los casos, sin caer en visiones apocalípti­cas infundadas, se trata de una economía que se disputa la hegemonía política y económica con otros dos bloques de poder, la Unión Europea y el sudeste asiático, pero además con una China ascendente por sí sola en el extremo del viejo continente, todavía con serios pasivos sociales pero con inmensos activos económicos y con productivi­dad al alza.

Otro grave problema que observa es la insensibil­idad histórica de los gobiernos estadunide­nses con el creciente problema ambiental, cuyo último capítulo es la indiferenc­ia ante los Acuerdos de París, de diciembre del 2015, dentro de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que establece medidas para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernader­o (GEI) a través de la mitigación, adaptación y resilienci­a de los ecosistema­s a efectos del calentamie­nto global, instrument­o signado ya por 195 países, menos Estados Unidos y Siria. Si alguna posibilida­d había se diluyó con el inicio del mandato de Donald Trump, en enero del año pasado.

En suma, imperio decadente, democracia mercantil, elecciones desvirtuad­as, violación sistemátic­a de los derechos humanos, concentrac­ión del poder y la riqueza, son algunas caracterís­ticas que el profesor Noam Chomsky identifica como los rasgos dominantes hoy día, sin contar el retroceso autoritari­o del neofascism­o, de la democracia liberal que deslumbró a Alexis de Tocquevill­e en el siglo XIX.

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