La Jornada

Extinción

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

l viernes, desde que me levanté, presentí que iba a ser un mal día. Para empezar, tuve otro disgusto con Ubaldo, y por lo mismo de siempre: volvió a dejarme las toallas húmedas en el piso y los periódicos todos revueltos en el sillón de la sala. En vez de ayudarme con el quehacer, me da más. Se lo reclamé. ¿Crees que le importó? ¡Para nada!

Sentí ganas de matarlo. Llegué a la oficina molesta por la actitud de mi esposo y desganada porque Demetrio y yo no íbamos a vernos. De pronto, como a las diez de la mañana, recibí una llamada suya. Dijo que pasaría por mí a las seis. Sorprendid­a por el cambio de planes, feliz, olvidé mis problemas con Ubaldo. Sólo pensaba en el momento de estar con Demetrio en “El Bucanero”: nuestro hotel.

Apenas me subí al coche, Demetrio me preguntó si estaba de acuerdo en que fuéramos allá. ¿Qué crees que le contesté? Pues que sí. En cuanto llegamos abrió la botella de tinto que llevaba y propuso un brindis por lo felices que habíamos sido. “Y que seremos”, dije emocionada. Me contestó que de eso precisamen­te necesitaba hablarme: después de pensarlo mucho había llegado a la conclusión de que yo era digna de algo más que citas clandestin­as. Como no podía ofrecerme ninguna estabilida­d, debíamos ponerle fin a nuestra relación.

No entendí. Hasta ese momento las cosas iban muy bien entre nosotros, tanto que hasta pensé que esa tarde Demetrio iba a pedir que me divorciara y así pudiéramos casarnos. Alguna vez lo pensé. ¿Por qué te asustas? Miles de mujeres lo hacen todos los días y no por eso pierden a sus hijos. Iván y Karla están chicos. Podrían vivir conmigo y ver a su padre cuando quisieran.

II

Leticia, me miras como si acabara de confesarte un crimen. ¿Nunca has visto a mujeres casadas que se enamoran de otros hombres? ¿Por qué les sucede? Ah, no sé. Cada quien tiene sus motivos. En mi caso fue porque, desde que conocí a Demetrio en la fiesta de la oficina el año pasado, hubo química entre los dos. Conforme fui tratándolo me encantaron su delicadeza, su discreción, su galantería. Las veces que me invitó a comer jamás permitió que pagara ni me dijo lo que más aborrezco: “Cada quien paga lo suyo.” Delante de mí nunca dijo una mala palabra, ni siquiera “güey”.

Cuando empezamos, no imaginé que llegaríamo­s a tener una relación tan intensa. Todo fue maravillos­o: las llamadas, las citas, las escapatori­as al hotel y sus mensajes. Cada mañana, al llegar a mi oficina encontraba en mi computador­a un correo suyo elogiándom­e o diciéndome lo ilusionado que esperaba nuestro próximo encuentro. Hombres así, tan detallista­s y galantes, ya no hay: son otra especie en extinción.

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