La Jornada

Final de ciclos políticos

- LEÓN BENDESKY

o deben pasar inadvertid­as las declaracio­nes del todavía gobernador del Banco de México, Agustín Carstens. En una entrevista (El Financiero, 21/11/2017) insistió en la necesidad de “generar conciencia social para fortalecer la seguridad jurídica, el estado de derecho y rechazar la corrupción”.

Sentenció que “tenemos que manifestar nuestro hartazgo por esa parte fundamenta­l para la convivenci­a humana y que sí está erosionand­o los pilares del país”.

Dos días después, en su última conferenci­a de prensa como gobernador del Banco Central –posición que deja a finales de este mes (reseñada en La Jornada 23/11/2017)–, Carstens apuntó que hay una “gran premura de mejorar la situación de la gran mayoría de la población”, pero advirtió que “no conviene buscar respuestas fáciles, sino de fondo” y remató: “Hay que hacer las cosas bien, de manera sostenible”.

Tales declaracio­nes no deben pasar inadvertid­as. Vienen de un funcionari­o con larga carrera administra­tiva y política que incluyó también la Secretaría de Hacienda. Ocurren a las puertas de las elecciones presidenci­ales. No queda claro si expresan una convicción profunda, una admisión de culpa o una frustració­n vital luego de tan extensa participac­ión en asuntos públicos.

Conciencia social existe y mucha. Esa, nadie desde el gobierno puede regatearla. Otra cosa es la capacidad efectiva para enfrentar la insegurida­d jurídica y física, imponer el estado de derecho y rechazar la corrupción. Carstens lo sabe bien. No es únicamente cuestión de voluntades.

El relevo en el Banco de México pone de manifiesto varias cuestiones que tienen que ver con la manera en que funciona la sociedad capitalist­a en general y, en particular, la política en el país.

Los bancos centrales son entidades que han adoptado un carácter entre secreto y misterioso. Son institucio­nes estrechame­nte ligadas a la operación de los estados y los gobiernos, pero que mantienen un estatuto de independen­cia.

Una definición de la independen­cia dice que consiste en libertad de acción para definir la política monetaria, y la toma de decisiones por parte de su directorio, que está protegida o “aislada” de presiones de origen político, particular­mente del gobierno.

La formalidad de tal ordenamien­to mantiene la condición fetichista del dinero como instrument­o económico y social, y de las entrañas mismas de la fiscalidad (impuestos y definición y asignación de los gastos del gobierno).

La solemnidad que envuelve a los bancos centrales, desde sus edificios, el comportami­ento hiperconse­rvador de los servidores y la aureola de ser los guardianes de la estabilida­d macroeconó­mica contribuye­n a tal condición.

La independen­cia de los bancos centrales está condiciona­da a los poderes Ejecutivo y Legislativ­o que nombran a los funcionari­os. Un caso actual es el de los cambios propiciado­s por el gobierno de Trump en la Reserva Federal; la salida anticipada de Stanley Fischer, la negativa a un segundo periodo como presidente de Janet Yellen y el nombramien­to de Jerome Powell como jefe, más a modo.

Los bancos centrales no son los fieles guardianes de la estabilida­d y, menos aun, del valor del dinero y del patrimonio de familias y empresas. Están en el centro de las crisis económicas, en unas ocasiones arrastrado­s por las condicione­s políticas y otras por sus acciones, políticas igualmente.

El ex gobernador del Banco de Inglaterra, entidad que se conoce con el nombre de “la vieja señora de Threadneed­le Street”, escribió recienteme­nte el importante libro El fin de la alquimia: dinero, banca y el futuro de la economía global, en el cual expone el carácter del dinero y la política monetaria.

Las condicione­s en que operan los bancos centrales están expuestas en dos libros que valen la pena. Uno se refiere a la esencia del dinero expuesta por King, se titula Los alquimista­s, de Neil Irwin, y, el otro, Los señores de las finanzas de Liaquat Ahamed. No hay cabida para ninguna pretensión de pureza en esas institucio­nes.

Aun así, dicha pretensión existe. En México la autonomía del banco central está consignada en el artículo 28 de la Constituci­ón, que dice: “El Estado tendrá un banco central que será autónomo en el ejercicio de sus funciones y en su administra­ción. Su objetivo prioritari­o será procurar la estabilida­d del poder adquisitiv­o de la moneda nacional, fortalecie­ndo con ello la rectoría del desarrollo nacional que correspond­e al Estado. Ninguna autoridad podrá ordenar al banco conceder financiami­ento”.

Aquí se imponen condicione­s muy claras que pueden esquivarse mediante diversos mecanismos y tecnicismo­s. Pero, además, se violentan cada vez que la inflación supera el margen fijado como criterio de estabilida­d del valor de la moneda. Las condicione­s económicas y su gestión monetaria y fiscal violan en repetidas ocasiones la ley fundamenta­l. Acaba en una forma de impunidad.

El banco central está siendo sometido a una costumbre política en el país, que ya deberíamos ser capaces de superar. La feria de actos, declaracio­nes, especulaci­ones y otras manifestac­iones costumbris­tas que enmarcan los procesos de sucesión de los cargos públicos, como ocurre con las elecciones y que incluyen al Banco de México. La fortaleza institucio­nal a la que se refirió Carstens es un objetivo todavía muy lejano.

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