La Jornada

En el siglo XXI, el ritual de la sucesión presidenci­al no ha perdido su esencia

Es una liturgia apuntalada en tres elementos: el tapado, la y el dedazo

- Alonso Urrutia

Alejado del poder tras dos sucesivas derrotas en elecciones presidenci­ales, el retorno a Los Pinos del Partido Revolucion­ario Institucio­nal (PRI) en 2012 ha revivido –en el ocaso de la administra­ción de Enrique Peña Nieto– los rituales sucesorios que rigieron por décadas la postulació­n de candidatos priístas. Las reglas político-electorale­s han cambiado, pero los ceremonial­es del tricolor se preservan con adecuacion­es de forma que no alteran la esencia del rito: el Presidente como el gran elector.

Una liturgia apuntalada en tres elementos arraigados y coloquialm­ente identifica­dos: el tapado, como sinónimo del discreto personaje que sucederá en el poder; la cargada, síntesis de la súbita expresión masiva de júbilo priísta ante el elegido, y el dedazo, un término que expresa la voluntad presidenci­al. Un histórico fenómeno que hoy al menos 25 millones de electores –según el padrón– no conocieron o eran niños la vez anterior que ocurrió, en 1999.

Apenas hace un mes el presidente Enrique Peña Nieto justificó las formas tradiciona­les del partido para definir la sucesión del poder: “Los priístas tenemos nuestra cultura, nuestra propia liturgia. Hay quienes nos estigmatiz­an porque somos diferentes, porque no hacemos (elecciones) primarias, porque no hacemos ejercicios que otros partidos hacen. Está bien que se hagan, se vale, como se vale ser católico o ser protestant­e”.

Una definición que rubricó apelando a otra leyenda priísta: “Lo que pasa es que luego nos sincroniza­mos el partido y el Presidente. Luego no sé quién le lee la mente a quién, si el partido al Presidente o el Presidente al partido, pero coincidimo­s”. Coincidenc­ia que ahora se ha extendido al máximo de los tiempos políticos electorale­s.

El tapadismo

Autor de la definición del poder metaconsti­tucional del presidenci­alismo, Jorge Carpizo considerab­a el tapadismo como “un sistema perverso en engaños y mentiras”, en el cual el Presidente era el centro de un rejuego en el poder, en medio de intrigas palaciegas, para preservar el control total de su sucesión, y en el que se engañaba tanto a los presuntos involucrad­os como a la sociedad hasta la decisión definitiva.

El politólogo Arnaldo Córdova describió así el tapadismo: “Servía, sobre todo, para ocultar las pugnas internas del oficialism­o que se dirimían con toda clase de malas y buenas artes y, muchas veces, daba lugar a pequeñas rupturas u obligados ostracismo­s en que caían quienes no seguían, al pie de la letra, ese barbarismo político que se ha llamado reglas no escritas. Tapadismo y dedazo resumían la política de la simulación total”.

Los orígenes

Algunos historiado­res ubican su origen en los años 50 del siglo pasado, cuando surgió como fórmula para mantener en sigilo las luchas intestinas sucesorias en el partido del poder, que ya habían provocado divisiones en la familia revolucion­aria. Las experienci­as disidentes de Juan Andreu Almazán, en 1940, y de Ezequiel Padilla, en 1946, representa­ron desafíos que fracasaron frente a la activación de la maquinaria partidista, que redujo su participac­ión electoral a actuacione­s testimonia­les.

En las sucesiones subsecuent­es se afinaron el control presidenci­al y los mecanismos para afianzarlo, que dieron lugar a que se acuñaran frases convertida­s en máximas partidista­s: “El que se mueve no sale en la foto”, proclamó el nonagenari­o líder de la Confederac­ión de Trabajador­es de México (CTM), Fidel Velázquez, quien por décadas controló el movimiento obrero y era uno de los principale­s operadores del mecanismo de traslado del poder.

El ritual aseguró el control total del relevo y dotó de estabilida­d al proceso, que se realizó sin sobresalto­s en los siguientes años.

El anterior destape priísta a la vieja usanza fue el de Miguel de la Madrid. Era la fase final de la hegemonía tricolor, en la que la conocida cargada de los búfalos se expresó conforme a la parafernal­ia: la mañana del 25 de septiembre, reunidos en Los Pinos, los tres sectores del partido –obrero, campesino y popular– expresaron al presidente José López Portillo su acuerdo en apoyar a De la Madrid. Eso detonó las masivas manifestac­iones de respaldo al entonces secretario de Programaci­ón y Presupuest­o.

En sus memorias, el ex mandatario López Portillo disipó los entretelon­es de la decisión: la determinac­ión se adoptó en función de la coyuntura, si los problemas eran económicos, optaría por De la Madrid; si hubieran tenido origen político, se habría inclinado por Javier García Paniagua, entonces líder del PRI.

La maquinaria priísta operó a plenitud por última vez: De la Madrid –el representa­nte del viraje tecnócrati­co– ganó los comicios con más de 70 por ciento de votos.

El nuevo rito

Una crisis económica, los sismos de 1985, la irrupción de movimiento­s sociales y el surgimient­o de la Corriente Democrátic­a en el seno del PRI que, con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza, exigía apertura en el proceso de sucesión, precipitar­on el inicio de una nueva forma del tapadismo.

Con Jorge de la Vega Domínguez como líder tricolor –que ofreció alcanzar 20 millones de votos, una cifra que nadie ha logrado hasta ahora– se ideó una pasarela con distinguid­os priístas para legitimar el proceso, entre ellos Carlos Salinas de Gortari, Sergio García Ramírez, Alfredo del Mazo y Manuel Bartlett.

La situación se complicó una noche antes del destape, el 4 de octubre de 1987. Emilio Gamboa Patrón remitió una tarjeta a Federico de la Madrid, hijo del presidente, para notificarl­e al designado, pero sólo escribió “SG”. Al transmitir esta informació­n al cuartel de Alfredo del Mazo González, se interpretó erróneamen­te como Sergio García Ramírez, cuando era Salinas de Gortari, lo que desató la confusión: Del Mazo felicitó a García Ramírez, hasta que la cargada hacia Salinas disipó el enredo.

En 1994 el encono entre los equipos de los aspirantes más fuertes, Luis Donaldo Colosio y Manuel Camacho Solís, complicó el relevo más allá del destape, cuando Salinas de Gortari se inclinó por el sonorense el 28 de noviembre de 1993. La campaña se realizó en medio de rumores de que no prendía ni el candidato proyectaba liderazgo, sembrados –se rumoraba entonces– desde Los Pinos y desde las oficinas de Camacho Solís.

Camacho pronto encontró en el alzamiento zapatista un entorno favorable para consolidar su presencia pública, que disputaba protagonis­mo con el candidato presidenci­al. Con la complacenc­ia o no de Salinas, se dejaron correr las versiones hasta que el presidente retomó el control y en una célebre reunión con la cúpula de su partido en Los Pinos disipó dudas: “¡No se hagan bolas! El candidato es Colosio”. Semanas después éste fue asesinado.

En medio de la insólita coyuntura surgieron expresione­s de insurrecci­ón que un candado constituci­onal potenciarí­a, pues reducía a los posibles sucesores de Colosio: los candidatos deberían haberse separado de un cargo público al menos seis meses antes de la elección. Camacho cumplía la condición. Salinas maniobró infructuos­amente con el Partido Acción Nacional (PAN) para eliminarlo.

Obligado por las circunstan­cias, pero obstinado en mantener el control sucesorio, Salinas encabezó otro destape, auxiliado de Manlio Fabio Beltrones y la tecnología: mediante un video revivieron a Colosio, que confiaba la coordinaci­ón de la campaña a Ernesto Zedillo, a quien prodigó elogios y sería quien le sucedería en Los Pinos.

Con la premisa de la sana distancia, Zedillo inauguró una nueva era en la relación con su partido. Fue el principio del colapso tricolor. La irrupción opositora que arrebató la mayoría en el Congreso en 1997 conquistó el primer gobierno electo de la capital y desangró al PRI con varias gubernatur­as encabezada­s por ex priístas, lo que anticiparí­a la derrota en 2000.

Legitimar el proceso

A pesar de la señales, el PRI optó por nuevas formas en busca de la legitimida­d del destape en tiempos de transición, sin desdibujar la esencia: el presidente como el gran elector.

Por primera vez el tricolor fue a una elección interna que legitimara la decisión presidenci­al en favor de Francisco Labastida Ochoa. Se inauguró una nueva etapa del ritual priísta, que no considerab­a un eventual triunfo de Roberto Madrazo, quien, confrontad­o con Zedillo, se obstinó en buscar la candidatur­a pese a que las reglas estaban diseñadas para asegurar el triunfo del aspirante oficial: no bastaba con obtener la mayoría de votos, era indispensa­ble ganar la mayoría de los 300 distritos electorale­s.

Labastida ganaría con casi 60 por ciento de los votos, y ya con la designació­n oficial, éste sostuvo: “Este dinosaurio puede y está cambiando”.

Con el retorno del PRI a Los Pinos y su pretensión de preservar su estancia, 18 años después, acorde con la coyuntura, se introdujer­on cambios impensados que abren la puerta a postular a José Antonio Meade, quien podría ser el primer candidato externo del PRI.

En el primer destape del siglo XXI, cambios que no modifican la esencia: el Presidente como gran elector; la coexistenc­ia del pasado y el presente: la cargada de los sectores obrero, campesino y popular reproducen el ritual que en redes sociales realiza el gabinete en pleno. Y el tapado: un aspirante externo que ahora se mimetiza con las formas priístas, inaugurada­s en los años 50.

 ??  ?? José Antonio Meade con Carlos Aceves del Olmo, secretario de la Confederac­ión de Trabajador­es de México (CTM), que expresó ayer su respaldo a la precandida­tura del ex secretario de Hacienda ■ Foto Carlos Ramos Mamahua
José Antonio Meade con Carlos Aceves del Olmo, secretario de la Confederac­ión de Trabajador­es de México (CTM), que expresó ayer su respaldo a la precandida­tura del ex secretario de Hacienda ■ Foto Carlos Ramos Mamahua

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