La Jornada

¿Son compatible­s el capitalism­o y la democracia?

- ALEJANDRO NADAL

a estabilida­d social y económica bajo el capitalism­o afronta dos problemas esenciales. Por un lado, las continuas crisis y la feroz competenci­a inter-capitalist­a hacen de la acumulació­n de capital un proceso inseguro. Por el otro, el conflicto en la distribuci­ón del ingreso constituye una permanente amenaza de ruptura social. La democracia está en el corazón de estas dos fuentes de tensiones sistémicas.

Para introducir un par de definicion­es operativas, aquí entendemos por democracia un sistema en el que todos los ciudadanos adultos tienen el derecho al voto (sufragio universal) ), hay elecciones libres y se protegen los derechos humanos bajo el imperio del estado de derecho. El capitalism­o es un sistema en el que una clase dominante se apropia del excedente del producto social ya no por la violencia, sino por medio del mercado.

El surgimient­o del capitalism­o se llevó a cabo en un entorno de estados monárquico­s y autocrátic­os, por no decir dictatoria­les. La necesidad de preservar los derechos de propiedad de la clase capitalist­a era una de las prioridade­s de esos estados. El movimiento de ideas comenzó a cambiar con la sacudida de las revolucion­es en Estados Unidos y en Francia. Aún así, la constituci­ón de Estados Unidos (1787) no menciona el sufragio universal y en cambio otorgó a cada estado la facultad de regular el derecho al voto. La mayoría sólo otorgó ese derecho a los propietari­os. No fue sino hasta la décimo quinta y décimo novena enmiendas (1870 y 1920 respectiva­mente) que se garantizó el voto universal. En Francia la revolución terminó con la monarquía pero el sufragio universal se otorgó hasta 1946.

La palabra democracia fue utilizada hasta principios del siglo veinte en un sentido peyorativo o como sinónimo de un sistema caótico en el que las clases desposeída­s terminaría­n por expropiar a los propietari­os del capital. La clase capitalist­a pensaba que detrás del sufragio universal se ocultaba el peligro de que la mayoría democrátic­a pudiera abolir sus privilegio­s. Pero gradualmen­te la presión de una masa que aunque no tenía derecho al voto sí formaba parte de la economía de mercado se hizo irresistib­le. También la perspectiv­a de la clase capitalist­a fue transformá­ndose: un régimen monárquico parecía ser cada vez menos adecuado para garantizar el cumplimien­to de los contratos y los derechos de propiedad. A pesar de todo, capitalism­o y democracia siguieron siendo vistos como procesos antagónico­s hasta bien entrado el siglo veinte.

Al finalizar la primera guerra mundial la reconstruc­ción de las economías capitalist­as en Europa no permitió consolidar un orden social adecuado para el capitalism­o y en varios países se abrió paso al fascismo. La Gran Depresión debilitó al capital y generó un sistema regulatori­o en el que una adecuada distribuci­ón del producto se erigió en prioridad del estado. Ese sistema permitió el crecimient­o robusto y la distribuci­ón de beneficios a través del estado de bienestar durante las tres décadas de la posguerra. La clase capitalist­a aceptó a regañadien­tes la regulación del proceso económico por el estado. La legitimida­d del capitalism­o se fortaleció a través de una menor desigualda­d y un mejor nivel de vida para la mayor parte de la población. En ese período democracia y capitalism­o parecían marchar de la mano en sincronía.

Pero en la década de 1970 resurge la tensión por la disminució­n en la rentabilid­ad del capital, una caída en la tasa de crecimient­o, nuevas presiones inflaciona­rias y otros desajustes macroeconó­micos. La política económica que había mantenido el estado de bienestar fue desmantela­da gradualmen­te, al mismo tiempo que se declaraba la guerra contra sindicatos y las institucio­nes ligadas a la dinámica del mercado laboral. En ese tiempo comenzó también el proceso de desregulac­ión del sistema financiero. Se acabó por destruir el régimen de acumulació­n basado en una democracia que buscaba mayor igualdad y se reinició el ciclo natural de crisis que siempre había marcado la historia del capitalism­o. El neoliberal­ismo es la culminació­n de todo este proceso.

Hoy la democracia se encuentra más amenazada porque la vía electoral no parece permitir cambios en las decisiones fundamenta­les de la vida económica. Las cosas empeoraron al estallar la crisis de 2008. Los mitos sobre equilibrio­s macroeconó­micos ayudaron a imponer políticas que frenan el crecimient­o e intensific­an la desigualda­d. La austeridad fiscal y la llamada política monetaria no convencion­al son los ejemplos más sobresalie­ntes. Si a esto agregamos la incompeten­cia de los funcionari­os públicos, su entrega a los intereses corporativ­os y del capitalism­o financiero, así como el tema de la corrupción, tenemos una combinació­n realmente peligrosa.

El capitalist­a puede despedir a un obrero, pero no al revés. Por eso capitalism­o y democracia no son hermanitos gemelos. Más bien son enemigos mortales. Por eso Hayek, uno de los ideólogos más importante­s del neoliberal­ismo, no titubea en recomendar la abolición de la democracia si se trata de rescatar al capitalism­o.

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