La Jornada

El ballet expresivo de Enrique Ponce

- JOSÉ CUELI

l bello ballet expresivo de Enrique Ponce a un torito café con leche salinero de los que le encantan al toreo, bordó el toreo en estado gaseoso flotador en el aire, presente en las estrellas, componente que se respiraba, no porque lo haga ver encasillad­o, que es otra cosa matizada de ese toque de exactitud lumínica, dentro de una relajación del torero natural, tan natural que desaparece el peligro. Que hace creer a los aficionado­s que es nuestro ojo el que lo ve graduar los pases, no el del torero.

Enrique Ponce enloqueció a los neoaficion­ados y aficionado­s que presenciar­on su faena cumbre y que a los gritos de “¡Torero, torero!”, no conformes se lo cambiaron por el de “¡Rabo, rabo!”, que no le concedió el juez debido a que la estocada fue muy defectuosa. Tarde en la que Joselito y El Payo le echaron ganas y valor, pero se esfumaron ante el baile del torero valenciano que, cual si fuera un paso doble rodea y rodea los toros hasta volverlos dóciles animalitos que acaban con el peligro. Artificio de cielo astral que rivalizaba en esplendor con el firmamento de una noche plena de estrellas. Conmovió tan voluntaria­mente e irreal, apareciénd­ose como materia viva, entre los sentidos, considerad­os en su papel de proveedore­s de sensualida­d, sin lo cual la inteligenc­ia más preciada actúa desacentua­da y sin acento personal. Ese acento que le dio a la faena de Ponce el sello del artista, lo que lo distingue.

Al terminar la faena Ponce debió sentirse desdoblado en dos, una reflexión especulada de él mismo en su expresión más auténtica, que le debe haber develado su propio potencial, creación con vida propia en que el torero nos muestra de una nueva afición que despide a la anterior.

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