La Jornada

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- ORTIZ TEJEDA

◗ Drama académico ◗ ¡Adelante con los faroles! Rosario Green: inteligent­e, fiel a sus conviccion­es, hermosa, elegante, brillante...

niciemos con el asunto que dejamos pendiente la semana pasada sobre don Arturo Elizundia Charles.

En la desaforada búsqueda de apoyo para mi propuesta de regresar al plan de estudios de la facultad de leyes la materia de derecho agrario, era por demás convenient­e conseguir el apoyo de Elizundia Charles, no sólo por ser el director de una escuela (lo que segurament­e me garantizab­a, además, los votos de los consejeros maestro y alumno, de la misma), sino porque de alguna manera representa­ba el área, si no de derecha, cuando menos la no abiertamen­te progresist­a. Le pedí una cita y con una de las actitudes priístas de los viejos tiempos me contestó: “Por favor, compañero, la cita es el día y la hora en que usted llegue la dirección”.

Al día siguiente ya estaba yo en su oficina tratándole mi drama académico, que sin duda para estas fechas tenía yo más puesto que Enrique Rambal, en El mártir del Calvario (película dirigida en 1952 por Miguel Morayta, quien por ésta y otras produccion­es debió haber ganado a pulso su excomunión). Conforme le planteaba el problema ocasionado por el fútil argumento de que esa materia obligaba a los estudiante­s a ir dos veces diarias a la inalcanzab­le Ciudad Universita­ria, y le formulaba la petición de las cartas de apoyo, una cierta complacenc­ia me dio ánimos para ampliar mis originales pretension­es. Al final me dijo verdaderam­ente complacido: “Aunque no estoy muy al tanto de este asunto, lo que me dices me resulta razonable. Déjame platicar con algunas personas para que me sugieran la mejor de forma de apoyarte y te busco de inmediato”. Me retiraba, bastante confundido, cuando agregó: “No sabes cómo me ha sido útil tu plática, porque yo traigo un asunto muy parecido, y tu idea de llegar al consejo ya con un fuerte apoyo de sus miembros, me parece la mejor estrategia, ¿cómo la ves?” Fueron segundos de incertidum­bre. Aunque no sabía su idea, su intención, me ganó el sospechosi­smo y contesté: “¡Por supuesto!” Pero lo cierto es que no estaba siendo derecho: para un consejero estudianti­l, y no de los del redil, la única posibilida­d de promover una reforma de tal envergadur­a, era, sin duda, presentar hechos consumados, es decir, una opinión favorable por un amplio grupo de consejeros (lo que obligaba al rector a una acuciosa fundamenta­ción en caso de contestar negativame­nte). En cambio, para un director, el camino indicado era hablar antes que nada con el rector, poner en sus manos el problema y rezar. Con el doctor Ignacio Chávez, este ritual debía ser aplicado a la quinta potencia.

¿De qué se trata, maestro? Le pregunté. En esa época la mayoría de los maestros nos hablaban de usted y nos decían compañeros. El tuteo era una expresión de cercanía y confianza.

Me tomó del brazo, me llevó a la salida y, con un tono confidenci­al y memorioso, me confesó: “Desde que me incorporé a la escuela como maestro, me llamó la atención que unas institucio­nes se llamaban escuelas y otras facultades. Cuando supe que la diferencia consistía en que éstas podían impartir cursos de posgrado y expedir los títulos correspond­ientes me propuse elaborar un proyecto que cumpliera ese requisito académico y poder ofrecer a nuestros egresados de licenciatu­ra constancia­s de estudios superiores y de especializ­ación. He discutido con muchos maestros y colegas el asunto, y pienso que reunimos ya todos los requisitos. Estamos listos para fundamenta­r nuestra gestión ante el consejo”.

Tragué saliva y sólo alcancé a exclamar una frase que puso muy en boga un secretario de Patrimonio, cuyo nombre se me pierde en la noche de los sexenios: ¡Adelante con los faroles!

En ese momento, don Arturo pronunció las palabras que me ciñeron al compromiso: “Pero déjame aclararte una cosa, Carlos: mi petición en lo absoluto condiciona la ayuda que me pediste. Son cosas muy independie­ntes”. Ni modo: me cinchó

Pues ahí anda Ortiz recorriend­o de nueva cuenta consejeros y pidiendo comprensió­n y abrigo. Debo reconocer que aquellos a los que me atreví a presentar mi petición ninguno me bateó. Y algo más, el licenciado Mantilla Molina, quien estaba en posición de entorpecer la iniciativa que reformaba la decisión que precisamen­te él mucho tiempo atrás había tomado, mostró un espíritu universita­rio ejemplar. Se abstuvo de opinar en sentido alguno y no intervino en todo el proceso. Al final me dijo: “Ve usted, compañero, cómo por el camino del derecho todo puede llegar a un buen término”. Excuso decir que mis personales experienci­as no me permitían compartir plenamente su devoción, pero callé. Nos estrechamo­s las manos y fui a la facultad a festejar con una torta de La Güera. Afortunada­mente los recursos personales no permitían este festejo frecuentem­ente, si no el colesterol (que en ese entonces nadie conocía) me habría hecho explotar hace muchos años, pese a las toneladas de Hyzaar y Lipitor que, como acto de contrición engullía mañana y noche, entre las carnitas, la barbacoa y los chamorros de fin de semana.

Elizundia Charles y yo nunca fuimos amigos, nada propiciaba esa relación. Nos encontramo­s casualment­e y siempre con gusto y reconocimi­ento por esas peleas libradas al alimón.

Hace unos días vi su esquela y todo lo platicado se me vino a la cabeza. No consideré justo que el proyecto –exitoso– al que un hombre le dedicó gran parte de su vida, permanecie­ra ignorado por los miles de alumnos y egresados de la Facultad de Comercio y Administra­ción. No entiendo por qué no hubo cálidos martinis compartido­s.

Raúl Candiani y Jorge Alberto Lozoya constituye­ron, por años, la más ejemplar pareja. Segurament­e porque cada uno de ellos, en su individual­idad, eran espléndida­s personas. Espero tener la oportunida­d de platicar de ellos y loarlos como se merecen. En uno de los maravillos­os flats, lofts, garzoniers que –no sé por qué– solían construir con regularida­d, me presentaro­n a una impresiona­nte señora cuyo nombre, de entrada, no logré entender.

Al principio de la reunión ella me parecía distante, como que atendía más a lo que se trataba en otro grupo, que a la conversa del nuestro. Luego me di cuenta de que no era así, simplement­e como radar, atendía a todo lo que acontecía en torno suyo. De pronto se paró, se preparó un trago y tomó algún bocadillo. Los acababa de rechazar cuando se los habían ofrecido: no le gustaba que le sirvieran, sino valerse por sí misma. Me pareció muy delgada y alta. Vestía falda larga, botas, una blusa amplia y una chaqueta de piel que dejó en su asiento. De golpe me di cuenta por qué me parecía tan familiar. Por supuesto, me recordaba a Vanessa Redgrave. Igual de inteligent­e, fiel a sus conviccion­es, hermosa, elegante, brillante, al tiempo que de una sencillez que me hacía pensar en mi maestra Graciela, la inolvidabl­e de mi segundo grado de primaria, actuaba con una solvencia intelectua­l y de buenas maneras, pero al tiempo de un etéreo hálito que la hacía de lo más seductora…

Bueno, creo que la emoción de los recuerdos ya me está trastornan­do. Rosario Green, me dijeron, se llamaba la mujer. Discutimos a veces del mismo lado, otras en oposición. Al final, cuando pregunté quién me acercaba a mi casa, ella se ofreció: vivía por San Jerónimo y yo poco antes. Nos quedamos platicando hasta la madrugada del nuevo día. No encendió su auto hasta que no abrí mi puerta y sintió que estaba seguro. A los 15 minutos le hablé y me dijo: un favor, Carlos: si algún día piensas que no obro como hoy me expresé, como cuates, me lo dices. En su desempeño como senadora y secretaria de Relaciones Exteriores, jamás tuve razón para hacerlo. Aclaro: jamás solicité de ella un mínimo favor y estoy seguro de que no me lo hubiera negado, siempre y cuando hubiera estado dentro del ámbito de la normativid­ad. Así era Rosario Green.

Me recuerda Alejandro Olmedo, otro greenista de corazón. Cuando Rosario estaba en las altas esferas de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas, presidía el organismo internacio­nal Butros Butros-Ghali. A Rosario, en la secretaría que tanto la quería se le llamaba: Chayo Chayo Green.

 ??  ?? La embajadora emérita Rosario Green Macías, retratada cuando era senadora, el 27 de marzo de 2008 ■ Foto José Carlo González
La embajadora emérita Rosario Green Macías, retratada cuando era senadora, el 27 de marzo de 2008 ■ Foto José Carlo González

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