La Jornada

El país de la gran promesa

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

a fiebre del oro y la plata que ha aquejado a México a lo largo de su historia acusa en el siglo XXI los síntomas de la desesperac­ión. La avidez con que se instalan las mineras, sumada a la aquiescenc­ia obsequiosa de las autoridade­s ante la prodigalid­ad de los inversioni­stas, representa­n, junto con la guerra, la escala más avanzada del capitalism­o en fuga devorándos­e a sí mismo. Sus daños territoria­les y humanos son un desastre imparable. Ya Carlos Pellicer, el poeta pródigo, lo dijo bien clarito en su Romance de fierro malo: “De toda la sed del hombre / ninguna es tan seca y lúcida / como la sed que da el oro /sol en paisajes de dunas”.

Ante lo que ocurre en estos mismos instantes en vastas extensione­s y profundida­des de México, se antojan vigentes y muy directos sus versos: “Abrió el siglo XVI/ como sandía la América / y por comérsela viva/ y en una llaga bebérsela / saltó en sonajas de viaje / desde el mar hasta la selva. / Descerraja­ron la puerta / y a puntapiés se escuchaban / los gritos de una Edad Nueva”.

Exquisito romance sobre la sed de oro, recrea la patética odisea del capitán Ginés Vázquez de Mercado destacado en Xalisco, quien desobedece al virrey Antonio de Mendoza en 1552 y se interna al norte buscando la promesa: “sed de oros que abren boca/piensa a caballo y no duerme/y lo que sueña amontona”.

La narración del Romance de fierro malo (en Subordinac­iones, 1949) delira con su personaje y lo evidencia. Dedicado a Frida Kahlo de Rivera, el poema cuenta cómo un indio dijo a Ginés Vázquez de Mercado de “un cerro todo de oro”. El español, en escuchando, “se abrillanta como quien escucha un pájaro” y echa a trotar siguiendo su “voluntad de oro”. Lo siguen cientos de indios que “hablan de noche / como quien come yuca”; los españoles lo hacen de día “como quien habla y escucha”.

Llegado a un punto de su recorrido el informante, que lleva un collar de cuentas de plata y oro, rectifica: “no era un cerro de oro, sino un cerro de plata”. Entonces al español “un sonar de platería / todo en los brillos sonó”, y reanuda con ímpetu la expedición. Don Ginés, sediento. En una planicie vislumbran el cerro, que brilla en plata. Don Ginés no se la cree: “¡dueño de un cerro de plata! / y el virrey tan lejos”. Se abalanza al cerro con sus hombres. Los indios permanecen en la pradera, viendo.

Los españoles van y no encuentran nada, sólo fierro y el fierro de sus espadas. Regresan a encarar y amenazar a los indios por haberlos engañado. El jefe indio se justifica: “Señor, si el cerro es de fierro / ¡antes era de plata y oro!”

Ginés Vázquez de Mercado retornó bocabajead­o por su credulidad. En El Sombrerete la expedición fue rodeada y atacada por unos tepehuanos que llevan sublevados desde 1541. Pellicer no menciona la batalla y hunde piadosa y directamen­te a don Ginés en la melancolía: “La ambición y la tristeza/viven juntas, duermen juntas”. El capitán “murió después de otra luna”, dicen que por las heridas. Para el poeta “murió de rabia y duda”.

Bueno fuera que las Mining Companies –junto con el mercado de armas base de las fortunas más insultante­s aquí y en China, Canadá, Inglaterra y otros clientes de las Islas Caimán– tuvieran esa capacidad para la tristeza. ¡Para la duda! No, su voluntad es de acero. Lo más sorprenden­te del capitalism­o del siglo XXI es su determinac­ión inflexible, fanática, para seguir adelante, ganar o ganar, impermeabl­e a las advertenci­as, violento y suicida.

En sus Apuntes para la historia de Nueva Vizcaya (1956), Atanasio G. Saravia refiere las burlas de otro soldado sobrevivie­nte al capitán en desgracia: “Dios le dio ventura en Xolotlán y demás minerales, y teniéndola a las manos, la despreció, por la mayor sombra de un cerro imaginado de plata, que ni Plinio en sus historias nos ha propuesto” (considéres­e el inverosími­l culteranis­mo del soldado Antonio Sánchez cortesía del historiado­r novohispan­o Matías de la Mota Padilla).

Bueno sería que los Ginés fueran la regla, pero la melancolía no es atributo del colonizado­r, sino del colonizado.

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