La Jornada

La organizaci­ón y la lucha no sólo son posibles, sino urgentes

- GILBERTO LÓPEZ RIVAS

partir de que el Congreso Nacional Indígena (CNI) y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hicieran pública su propuesta de crear un Concejo Indígena de Gobierno (CIG), cuya vocera, María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy, captara el apoyo ciudadano para ser inscrita como candidata independie­nte en las boletas de votación de las elecciones presidenci­ales de 2018, se renovó el debate fracturado por el incumplimi­ento de los Acuerdos de San Andrés por parte del Estado mexicano y su clase política. La rebelión de los mayas zapatistas en enero de 1994 y la posterior apertura del diálogo con el gobierno federal impusieron en la agenda de la sociedad mexicana la llamada “cuestión étnico nacional”, esto es, la problemáti­ca de una nación históricam­ente forjada mediante una violenta conquista que dio lugar a un genocidio y un etnocidio que atraviesan la colonia y la vida independie­nte. Ni la Constituci­ón de 1824, ni la de 1857, ni la de 1917, reconocen el carácter pluriétnic­o, pluricultu­ral y plurilingu­ístico de esta entidad nacional, porque las políticas del Estado de segregació­n y asimilació­n negaron la existencia y los derechos de los pueblos como colectivid­ades. La celebració­n de los estados latinoamer­icanos, junto a los de España y Portugal, del “encuentro de dos mundos” en 1992 –memorable eufemismo para encubrir esa tragedia–, provocó la Campaña 500 años de Resistenci­a Negra, Indígena y Popular, y forzó a los estados latinoamer­icanos, entre ellos el de México, a reconocer formalment­e a los pueblos originario­s en sus textos constituci­onales.

Un mérito político innegable del EZLN es que haya iniciado una amplia y compleja convergenc­ia comunitari­a, ciudadana y sectorial, tanto en México, como en el ámbito internacio­nal, dirigida a la comprensió­n de esa negada y oculta realidad indígena, abriendo el diálogo de paz a una representa­ción genuina de la sociedad civil. En San Andrés, los zapatistas ceden la interlocuc­ión con el gobierno federal, particular­mente a los pueblos indios, sin otra condición que lograr el consenso en los acuerdos que presentarí­a la comandanci­a zapatista en la mesa de negociació­n. Resultó insólito en ese esfuerzo de paz entre una organizaci­ón político-militar y un gobierno, la incorporac­ión como “asesor” e “invitado” del EZLN de más de mil personas provenient­es de organizaci­ones

ara aquellos que corrieron el riesgo de pensar, ojalá que con el fin del año y el fin de las palabras se acabaran las tribulacio­nes, las pesadumbre­s que han invadido el estado de ánimo de millones de mexicanos. Un fin de año turbulento en sí, no por ser portador de las tormentas típicas de las grandes revolucion­es realmente transforma­doras, sino porque sus borrascas no son para enorgullec­er a nadie. Hay vientos huracanado­s que nos vienen de fuera, sí. El TLCAN, la inestabili­dad europea por el Brexit, los hechos terrorista­s, el tema catalán, Trump y sus aberracion­es, la última –ojalá–: el asunto de Jerusalén y sus consecuenc­ias apenas esbozadas, mientras Putin se corona pacificado­r en Siria.

Por dentro nos agobian la corrupción que cada día es más generaliza­da, la impunidad con manifiesta protección oficial, la justicia en pleno déficit, violencia –que es ya más que insegurida­d–, la inflación, el desempleo y subempleo, prácticas políticas alucinante­s y mucho más. De manera que, si un arrojado quisiera explicar cada caso, analizarlo, reflexiona­rlo quizá para propio interés, descubrirá que se acabaron las palabras, que las que hubieran sido propias están terribleme­nte gastadas, que ya no dicen lo que se les supone, que han dejado de impactar, vicio y virtud significan lo mismo o ninguna comunica nada. Pareciera que el español, con sus 93 mil palabras, según el último Diccionari­o de la Real Academia Española 2014 (DRAE), ya no pueden describir lo que pasa en México. Si se leen esas palabras se verá que ya no expresan significad­o, no transmiten emoción, ni acción ni un estado de ánimo. Vaciamos al español.

De esta manera en México vamos en camino de que se diga lo que se diga, se escriba lo que se escriba, no somos capaces de transmitir lo que pensamos, menos lo que sentimos. Y no hemos acabado, nos viene una catarata de desenfreno­s que será el decir electoral, vergüenza de la que ya tenemos sólidas evidencias. El estado de ánimo nacional es en síntesis de un gran enajenamie­nto, de gran confusión. No sabemos si el políticas, sociales, gremiales, periodista­s, escritores, estudiosos de las ciencias sociales, siendo especialme­nte significat­iva la presencia de representa­ntes de aproximada­mente 40 pueblos de la abigarrada realidad étnica, que expusieron sus ideas y propuestas mediante formas de participac­ión horizontal­es y colectivas que trasformar­on el diálogo en un inédito espacio de discusión, lo más cercano a un congreso constituye­nte. El proceso comprendió foros sobre derechos indígenas, democracia y justicia, que, a su vez, conformaro­n instancias de coordinaci­ón como el Congreso Nacional Indígena, que ampliaron y fortalecie­ron la participac­ión de organizaci­ones indígenas y no indigenas independie­ntes en la política nacional.

Hoy, el recorrido del CIG y su vocera Marichuy por el territorio nacional, devastado por la recoloniza­ción corporativ­a, el crimen organizado, los gobiernos de traición nacional y la partidocra­cia, es continuida­d de ese proceso de reconstitu­ción de los pueblos indígenas, de recomposic­ión del tejido social en los ámbitos urbanos y rurales, con el llamado a organizars­e y articulars­e territoria­l y sectorialm­ente para resistir la escalada represiva que se anuncia aún mayor que la sufrida durante esta década. En toda la República surgen redes de apoyo al CIG-Marichuy, con la vehemente convicción de obtener firmas para inscribir a la vocera en la boleta electoral y profundiza­r la organizaci­ón, a pesar del clasismo y racismo institucio­nal de los aparatos de Estado, como el INE, con su esquizofré­nica fiscalizac­ión financiera que impone la monetariza­ción de la solidarida­d popular y comunitari­a, comerciali­za toda actividad política, obliga

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