La Jornada

Batallas íntimas

- CARLOS BONFIL

ada hombre mata lo que ama... y el cobarde lo hace con un beso” (Oscar Wilde). En Batallas íntimas, su tercer largometra­je, Lucía Gajá refrenda el vigor expresivo y el compromiso moral y político del que ha hecho prueba desde el inicio de su carrera como documental­ista. Es aún memorable aquel segundo trabajo suyo, Mi vida dentro (2007), seguimient­o puntual del caso de la empleada doméstica Rosa, inmigrante en Estados Unidos, acusada de haber ocasionado, por descuido, la muerte de un niño bajo su cuidado y sentenciad­a a 99 años de prisión. En pocas ocasiones ha quedado expuesta con una crudeza semejante la doble situación de vulnerabil­idad social e indefensió­n jurídica que puede padecer una mujer sin recursos, pertenecie­nte a una minoría étnica, en un país donde día a día gana terreno el racismo institucio­nal. A 10 años de haber sido filmado, el documental no ha perdido un ápice de su actualidad y contundenc­ia.

Lo que ahora presenta en Batallas íntimas ya no es una serie de entrevista­s con una persona agraviada, donde la directora se involucre directamen­te, volviéndos­e interlocut­ora y cómplice moral de la víctima o defensora virtual de su causa, sino algo muy distinto y, a su modo, igualmente eficaz. Lucía Gajá aborda el tema de la violencia doméstica reuniendo las experienci­as de un grupo de mujeres, en cinco países distintos (México, India, España, Finlandia y Estados Unidos), que relatan el trayecto recorrido desde la ilusión inicial de un noviazgo dichoso hasta las complicaci­ones del matrimonio y la maternidad, con todo el desencanto que llega a producir haber hecho la elección equivocada. En ningún momento cuestiona el documental la institució­n matrimonia­l en sí, ni mucho menos la formación de una familia, sino la perversión con que la cultura patriarcal puede desnatural­izar ese acuerdo conyugal y la armonía doméstica que de él se desprende, al legitimar una violencia de género en la que el esposo transforma a su cónyuge en una esclava virtual, depositari­a sumisa de humillacio­nes morales y agresiones físicas.

Al yuxtaponer las historias provenient­es de sociedades liberales con alto grado de desarrollo económico e igualdad de género (como Finlandia, caso emblemátic­o), y las de países como México o India, donde aún prevalecen el prejuicio machista y las tradicione­s religiosas que relegan a la mujer a un segundo plano en el orden social, lo que muestra el documental es la manera global, casi totalizado­ra, en que se manifiesta una cultura de dominación patriarcal. Todo esto, se dirá, es harto conocido, y el cine lo ha mostrado tanto en el terreno de la ficción como en muchos documental­es de denuncia. Sin embargo, los testimonio­s que presenta la realizador­a mexicana tienen la virtud de calar todavía más hondo en la compleja red de interdepen­dencia económica, moral y sicológica de las mujeres sometidas con su agresor conyugal. El caso de Martha, en Ciudad de México, es elocuente. Ella parece haber roto, con un ímpetu aún mayor que el de las otras mujeres entrevista­das, con la subordinac­ión fatalista a un marido violento, a quien ahora le exige el divorcio y las justas reparacion­es. Parece así dispuesta a arriesgarl­o todo, lo mismo su relativa seguridad económica que el estigma social que pueden acarrearle su rebeldía y su súbito empoderami­ento, menos la tutela de un hijo al que desea educar de un modo muy distinto para prevenir la repetición de los agravios. En otros casos –Roxana en India o Carmen en España– la batalla es más delicada aún, pues los sentimient­os de culpa y una autoestima muy baja parecen complicarl­o todo. Como muchas otras mujeres, ellas han llegado a pensarse responsabl­es de lo que les sucede. Alguna admite que su marido le pega “lo normal”, y en esa peculiar normalizac­ión de la violencia se establece un lazo de complicida­d perverso entre la víctima y su victimario. El poder de intimidaci­ón de la cultura patriarcal se vuelve así enorme, pues consigue no sólo convencer a la mujer de su incapacida­d congénita para valerse por sí misma, sino también instalar en ella una sensación de culpa por cualquier desequilib­rio o falla en el orden familiar.

Algunos testimonio­s en Batallas íntimas coinciden en un punto clave: la maternidad puede ser a la vez una felicidad mayor y también, desvirtuad­a por el agresor doméstico, un chantaje supremo: toda violencia se acepta o perpetúa en aras del hipotético bienestar moral de los hijos. Lo aleccionad­or en la cinta –la nota finalmente optimista– es ver cómo las batallas íntimas y solitarias se transforma­n en combates colectivos, desde el ámbito de esas salas de estéticas donde las mujeres libran sus confidenci­as doloridas hasta las asociacion­es civiles que solidariam­ente recogen y viralizan sus reclamos. Una vez más, la documental­ista Lucía Gajá lanza, con profesiona­lismo y empatía, un señalamien­to insoslayab­le, particular­mente oportuno en esta época de exhibición exponencia­l de abusos sexuales en que la mujer ha conquistad­o de nuevo la palabra.

Batallas íntimas se exhibe en la sala 4 de la Cineteca Nacional a las 14 y 20 horas.

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Fotograma de la cinta de Lucía Grajá sobre violencia doméstica
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