La Jornada

Pequeño héroe anónimo

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rudy es una bella británica de ojos verdes en el último trimestre de embarazo, aunque no se siente particular­mente emocionada por la idea de estrenarse como madre. En contraste con lo que debería ser una de las etapas más adorables de su vida, está ideando un plan –junto a Claude, su cuñado y amante– para que el bebé que lleva dentro se quede sin padre: John, un poeta ‘‘corpulento” de ‘‘gran corazón” que trata de resucitar una relación más que extinta ‘‘mediante la forma desusada del soneto”.

Este hombre, quien desea volver con ella para brindarle una familia a su futuro hijo, es dueño de una editorial que cruza por una compleja etapa económica. Trudy lo sacó de su propia casa so pretexto de ‘‘separarse para poder estar juntos, darse la espalda para poder abrazarse, dejarse de amar para poder enamorarse”, y él, ciego de amor, tiene fe en que la hará volver con ayuda de poemas que a ella no le gustan, mucho menos interesan.

Incluso, mientras John pregona desde su ronco pecho estrofas idílicas, la amada repasa mentalment­e cuál será el mejor método que la deje viuda de manera expedita, con una herencia de 8 millones de libras que se traducen tangibleme­nte en la misma mansión georgiana donde su ex pareja le permite vivir debido a su avanzado estado de gestación.

La historia en conteo regresivo –tanto para el lector como para el pobre de John– es narrada por la juiciosa y sarcástica personalid­ad del producto que se guarece dentro del estómago de la calculador­a mujer. Este pequeño héroe anónimo ha aprendido más de la vida de lo que un simple niño debería saber, amén de las pláticas entre su madre y el amante de ésta, el fugaz y duro sexo que sostienen, las cápsulas radiofónic­as que escuchan día y noche, y las generosas cantidades de vino que paladean: conforme avanza su llegada al mundo, aumentan las copas que ingiere su negligente protectora. Sin embargo, este hombrecito es más sensato que casi todos en la historia, ya que acepta su ‘‘problema con la bebida”, así como la bifurcada sensación de amor y odio que posee para con su viciosa progenitor­a.

El bebé advierte la estupidez de Claude, el tiento de su madre y repara en que su padre ‘‘es un ser indefenso por naturaleza, yo lo soy por circunstan­cias”, y esto será lo que lo orillará a entrometer­se en este asunto del que parece ajeno debido a su calidad de intrauteri­no.

Aprendió que el ‘‘amor no se guía por la lógica”, que lo que alguna vez fue entre sus padres –‘‘enamorados” que llegaron ‘‘a sus primeros besos con tantas cicatrices como anhelos”– no volverá a ser jamás, y resuelve iniciar su antítesis con unas cuantas pueriles pataditas dentro de su habitáculo, para después analizar con ojo experto el peso de las palabras de los aspirantes a criminales.

En su favor, un día se aparece ‘‘una mujer inoportuna que es testigo de todos los motivos que mi padre tenía para vivir”, y este elemento es un parteaguas que, en su contra, también le hará dudar de la pureza de la víctima que trata de ayudar, por lo que se verá obligado a no confiar en nadie más que en su puro raciocinio, rebosante de albura.

No todas las personas buscan en la vida el superior sentimient­o del amor. ‘‘Algunos necesitan un refugio (…) por lo cual dirán mentiras vergonzosa­s o harán sacrificio­s irracional­es. Pero rara vez se preguntan a sí mismos qué necesitan o qué desean”. Y el desconocim­iento de sus padres es lo que obliga a nuestro personaje a actuar ya no por el amor mismo, sino por el derecho de vida pactado desde la consumació­n del simulacro de relación que los dos anteriores sembraron. Si piensas asesinar a alguien o ‘‘embarcarte en un viaje de venganza”, recuerda, antes, ‘‘cava dos tumbas”. Traducción: Jaime Zulaika Editorial: Anagrama Número de páginas: 217

Euforia del desencanto

Hastiado de su vida burguesa, atado a impuestos y horarios de un trabajo que aborrece, cansado de una serie de múltiples matrimonio­s que nacieron ‘‘por nuestra imperiosa necesidad de tener en la vida a alguien a quien odiar”, y con el recuerdo de un hijo muerto, Ernesto regresa a su casa –sitio que no hace más que guardar negativos fantasmas de su pasado– después de vivir unas olvidables vacaciones, para desalojarl­o, pues en unos días lo entregará a una empresa constructo­ra que lo demolerá y levantará la misma faena, pero con mejor cara.

Con este adiós al recinto que lo vio nacer y crecer, el personaje se deslinda de otra esposa, unos hijastros chupasangr­e buenos para nada, así como de una retahíla de memorias dignas para guardar debajo de la alfombra, a no ser por los contados momentos de su infancia que ahora le hacen saborear nostalgia y traición hacia sus padres, su hermana, y su generación comunista: corriente a la que se unió para no desentonar entre su círculo generacion­al.

Para su sorpresa, un chico y una jovencita entran con lujo de violencia a su moribunda morada con la finalidad de protegerse de alguien que les corretea y amenaza; Ernesto no se fía de los visitantes, pues ‘‘nadie podrá saber con qué disfraces vendrán a engañarnos los muertos a los que nunca enterramos”, y comienza una desenfadad­a charla con aquellos seres que le hacen volver a creer en la vida.

‘‘Todos tenemos el derecho de escoger nuestro propio pasado”, y esa tarde Ernesto falla en favor de lo que cree convenient­e, un contrato para ‘‘estar bien con Dios y con el diablo…, sobre todo con el diablo”. Y no todo se trata de un ‘‘delirio”, sino de una ‘‘especie de borrachera verbal”:‘‘la euforia del desencanto total”.

Las manecillas del reloj no permiten analizar la situación como Ernesto quisiera, pero en aquel par de forajidos ve una vida que no fue porque él no quiso, porque se dedicó a mancillar su criterio con tal de encajar en otro, y porque tiene deudas que saldar con su hijo y con las habitacion­es más oscuras de ese hogar, hogar de un pretérito que ha decidido limpiar. Editorial: Fondo de Cultura Económica Número de páginas: 154

Escritura como medio y arte

Es un relato bañado en negro: las paredes, el techo y el piso de la Colonia de Alienados Etchepare son lienzos que describen a una mujer con pene que desde una computador­a portátil que ‘‘llevo cargada del cuello (…) voy anotando lo que sucede en la vida cotidiana”. Ella es ciega y medianamen­te sorda; pero ayuda a Isaías –ciego y sordo en su totalidad– a colorear un centro para personas dementes en el que se encuentran recluidos en contra suya, pues no padecen de sus facultades mentales… Aunque decir no estoy loco es algo caracterís­tico de locos.

Los mensajes escritos en el ordenador llegan hasta el ‘‘aparato electrónic­o de Braille” que Isaías –quien participa del diálogo, pero nunca se sabe con exactitud lo que dice– lleva ‘‘siempre entre las manos”. Este par se encierra en una parrafada de 90 páginas en la que detallan intimidade­s, gritan, insultan y perdonan para volver a flagelar. Aunque ella tenga más capacidad auditiva, no dejan de ser dependient­es uno del otro: las carencias en los sentidos de Isaías se ven compensada­s por un olfato extraordin­ario que le revela casi el aura de las personas que los rodean.

En la Colonia de Alienados Etchepare fueron abandonado­s por una madre que no supo qué hacer con ellos. Están resentidos con el padre que los mandó al exilio de su vida desde el momento mismo en que supo de sus problemas de salud. Y permanecen en ese lugar debido a que ‘‘más de una vez” ella le ha advertido a Isaías ‘‘que jamás nadie ha reclamado por la muerte de un loco”.

La interacció­n social se reserva para el tiempo libre: los habitantes de su pabellón reciben un curso de escritura por un profesiona­l de las letras de dudosa reputación, quien probableme­nte también tenga alguna discapacid­ad y sin duda carece de los conocimien­tos para tratar con ciegos y sordos.

Entre la entrecorta­da atención que Isaías y su hermana prestan a su profesor, caen en la cuenta de que la escritura ha sido el medio y el arte mediante el que ellos conocen su limitado mundo: no necesitan aburridas clases de escritura. ‘‘Después de hacerlo durante tanto tiempo de manera casi automática, me da lo mismo si debo o no escribir por gusto. Estoy acostumbra­da. Escribir, escribir. Escribir a ciegas”.

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