El derecho a recordar
MAR DE HISTORIAS
El tren hacía paradas en estaciones solitarias. Desde las ventanillas abiertas oíamos los amenazantes ladridos de los perros y las voces agudas, quejumbrosas, de las vendedoras que ofrecían servilletas, gorditas, pan, dulces o las ristras de limas que saturaban el aire con su olor, anticipo de las piñatas y del ponche que beberíamos durante las posadas en el pueblo: estación de madera, insectos revoloteando en torno al único foco, calle de tierra suelta, portones mustios, tapias de adobe, farolas que apenas combatían la oscuridad; en el zócalo, un quiosco, bancas solitarias y árboles de clavo enlutados por el plumaje negro de los tordos.
Aunque cansados del viaje y ansiosos por llegar a la casa de la abuela en el único automóvil de alquiler, esperábamos el momento de pasar frente a la zapatería de las Muñiz. Era célebre por su atracción: Mimosa, una changuita llegada de no se sabía dónde. Vestida de encaje y con aretes largos, jamás salía del aparador, en donde se pasaba las horas haciendo monadas y meciéndose en su columpio de soutache.
Aquel diciembre encontramos bajada la cortina metálica de la zapatería. Mimosa había muerto en septiembre. Sus muchos años de vivir en el pueblo le dieron el derecho de ser enterrada en el panteón, a prudente distancia de las tumbas. Gil, el sepulturero lo vio como un sacrilegio, pero aceptó inhumar a Mimosa al otro lado de la reja que cercaba el camposanto. Tiempo después, por carta de mi abuela, supimos que Gil había muerto ahorcado.
IV. El regreso
Por divertidos que hubieran sido las fiestas y los paseos por los alrededores, llegaba el momento en que a mis hermanos y yo sentíamos el ansia por volver a la ciudad, a las calles siempre animadas, a la vecindad y los amigos, a mi madre y sus historias. Las recuerdo con la nostálgica alegría de aquellos viajes decembrinos rumbo al pueblo. Estación de madera. Tapias de adobe. Árboles vestidos con el plumaje de los tordos. Mimosa en el aparador iluminado.