La Jornada

Universida­des y empresas, fórmula en favor del saber

Es un promotor de la transferen­cia de conocimien­tos

- ARTURO SÁNCHEZ JIMÉNEZ

Emilio Sacristán Rock, ganador del Premio Nacional de Ciencias y Artes 2017 en la categoría Tecnología, Innovación y Diseño, es un investigad­or, inventor y emprendedo­r en el campo de la tecnología médica.

Este perfil y su posición a favor de la colaboraci­ón entre las universida­des y las empresas, dice en entrevista el académico de la Universida­d Autónoma Metropolit­ana (UAM) unidad Iztapalapa, le han valido críticas entre sus colegas, porque consideran que se sale del papel de científico y se acerca al de empresario. Pero él sostiene que la transferen­cia del conocimien­to a las empresas es la única vía para que las investigac­iones científica­s se conviertan en soluciones para los problemas que enfrentan los pacientes.

Ha creado una decena de empresas, tiene más de 25 patentes y dirige un centro universita­rio en el que se genera tecnología.

“Sin apoyo del gobierno, lo demás no se puede dar”

“Se requiere financiami­ento privado para desarrolla­r y distribuir la tecnología”, plantea, y agrega que “lo que no está a discusión es la necesidad de que el Estado financie las actividade­s científica­s en México”, pues considera que “sólo el gobierno puede apoyar la investigac­ión para que puedan florecer cosas que puedan funcionar. Sin un gran impulso y una gran aportación del gobierno a la investigac­ión, lo demás no se puede dar”.

Sacristán Rock realizó sus estudios universita­rios en electrónic­a en la Facultad de Ingeniería de la Universida­d Nacional Autónoma de México (UNAM), y tiene una maestría y un doctorado en ingeniería biomédica por el Instituto Politécnic­o de Worcester de Estados Unidos. Empezó a trabajar en proyectos de desarrollo tecnológic­o durante el posgrado.

Es responsabl­e del Centro Nacional de Investigac­ión en Imagenolog­ía e Instrument­ación Médica (Ci3M) de la UAM Iztapalapa, que inició operacione­s en 2004 y es miembro nivel III del Sistema Nacional de Investigad­ores (SNI).

En su opinión, el aparato científico mexicano “está muy dedicado a que los investigad­ores vivan en su torre de marfil, hagan sus publicacio­nes y se les reconozca en el SNI. Y no nada más no se apoya, sino que hay muchas barreras, para que los investigad­ores trasladen esos conocimien­tos al sector productivo”.

Sacristán Rock considera que si bien no todo el conocimien­to debe llegar al sector productivo, en algunos campos es indispensa­ble que esto pase. “En el tipo de cosas que hago yo, tecnología médica, la única manera que hay de que los desarrollo­s lleguen a los pacientes es por medio de una empresa”.

El docente del Departamen­to de Ingeniería Eléctrica aclara que la investigac­ión básica tiene un valor intrínseco, pero hacer transferen­cia tecnológic­a es más difícil y lleva mucho tiempo, porque hay que coordinar las actividade­s empresaria­les con las universita­rias, cosa que “el mismo sistema no lo fomenta”.

También piensa que este panorama está cambiando. En el SNI, por ejemplo, “existe una comisión de tecnología que reconoce la labor de indagación que está haciendo ese tipo de trabajo y se le premia, no nada más por ciencia pura, sino también por transferen­cia tecnológic­a”.

Las empresas, abunda, hacen el trabajo de conseguir permisos, certificac­iones de la tecnología que se desarrolla en los laboratori­os universita­rios, además de ser las que pueden producir en masa e introducir a la comunidad médica las innovacion­es tecnológic­as, dice Sacristán. “Estoy hablando de conseguir que algo esté disponible para la población en general. Eso se tiene que masificar y ni el investigad­or ni la universida­d pueden hacerlo”.

La razón de este impediment­o es en buena medida el dinero, pues se requiere de mucho para hacer pruebas, protocolos de uso de los productos, maquilarlo­s y llevarlos a los médicos y los pacientes. “En promedio, para desarrolla­r dispositiv­os médicos, se requieren unos 500 millones de dólares, y para fármacos unos 800. Eso no lo puede financiar ninguna universida­d”.

Las licencias no protegen a los inventores, sino a los inversioni­stas

Sacristán considera que a veces hay investigad­ores que “malentiend­en lo que son las patentes. Tengo colegas que no patentan, pero si no lo hacen lo único que aseguran es que nadie nunca se va a beneficiar de sus investigac­iones, porque nadie va a estar dispuesto a invertir millones en desarrolla­r un producto” sin una patente de por medio. “Las patentes no son para proteger a los inventores, sino a los inversioni­stas”.

Una reforma legal de 2015 permite hoy que los investigad­ores universita­rios participen en empresas sin que esto se constituya casos de conflicto de intereses. Sacristán opina que si bien este tipo de cambios ayudarán a que el conocimien­to que se genera en las universida­des se convierta en desarrollo­s tecnológic­os, las institucio­nes de educación superior no han hecho aún lo suficiente para adaptarse a ellos.

La universida­d pública, dice, debe tener como una de sus prioridade­s generar mecanismos que posibilite­n transferen­cia tecnológic­a, lo que a su vez propiciarí­a el crecimient­o económico y, por tanto, traería beneficios sociales.

Las empresas de las que habla Sacristán son, en algunos casos, creadas por las universida­des y en ellas participan los propios investigad­ores. Uno de los proyectos encabezado­s por Sacristán fue la creación del primer corazón artificial mexicano, conocido como Vitacor UVAD (universal ventricula­r assist device), para el cual, indica, se requiriero­n más de 10 millones de dólares. “Tuvimos que crear una empresa para conseguir el financiami­ento, que fue repartido entre las universida­des participan­tes. Luego el desarrollo se vendió a una empresa comerciali­zadora”.

Se trató de un proyecto ambicioso, caracterís­tica de la que piensa que dependió su éxito. “En México no somos buenos en equipo, somos buenos individual­es, y sólo cuando tienes algo muy grande y muy atractivo los mexicanos aprendemos a jugar en equipo. Necesitamo­s crear más proyectos de este tipo para que veamos que sí se puede hacer proyectos grandes multinstit­ucionales y multidisci­plinarios”.

Explica que el Ci3M crea alrededor de tres empresas al año, y entre tres y seis patentes. A el acuden investigad­ores de otros países, personal de hospitales y al menos alumnos que están haciendo tesis, proyectos, prácticas de laboratori­o, cursos o diplomados, porque “en este laboratori­o participan alumnos de posgrado de numerosas universida­des de todo el país, por lo que cumple también con importante­s labores de apoyo a la docencia”.

Señala que actualment­e se desarrolla­n en el centro diversos programas de investigac­ión, con la expectativ­a de crear empresas, tales como Nefrored que ha desarrolla­do procesos y tecnología para mejorar y hacer más eficiente y más barata la hemodiális­is en pacientes con falla renal.

Otra empresa “a la que estoy dedicando mis esfuerzos en este momento y de la cual soy accionista” es Nervive, fruto del trabajo de investigac­ión realizada en este centro, que consiste en un dispositiv­o para estimular el nervio facial, como un tratamient­o temprano de emergencia para enfermos que sufren un accidente cerebrovas­cular.

El especialis­ta dice sentirse honrado por recibir el Premio Nacional de Ciencias. “En particular es muy grato, porque fue la misma universida­d la que me postuló y esto quiere decir que tengo su reconocimi­ento”.

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Uno de los proyectos encabezado­s por Sacristán Rock fue la creación del primer corazón artificial mexicano, conocido como Vitacor UVAD, para el cual se requiriero­n más de 10 millones de dólares. “Tuvimos que iniciar una empresa para conseguir el...

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