La Jornada

Ni juarista ni guadalupan­o, sino todo lo contrario

- CLAUDIO LOMNITZ

n estos días, la prensa ha citado un decir de Andrés Manuel López Obrador, en que se identifica­ría con Ignacio Ramírez, El Nigromante, quien aparenteme­nte en alguna ocasión dijo: “Soy liberal, pero me hinco donde se hinca el pueblo”.

Yo no conocía ese dicho tan pragmático de Ignacio Ramírez, porque el recuerdo que guardo suyo es el que tiene de él la mayoría, y es la imagen de un joven intelectua­l indo-mestizo que se atrevió a pararse en la catedral del saber que era la Academia Literaria de San Juan de Letrán, de la entonces muy conservado­ra y mojigata Ciudad de México, no para “hincarse donde se hincaba el pueblo”, sino para decir en voz alta “¡No hay Dios; los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos!”, para luego enseguida repetir la fórmula “No hay Dios!” en voz todavía más alzada, para despejar cualquier duda, ante el escándalo del público persignado, que no había escuchado nunca algo así. Esto en el año de 1836.

O sea que si don Ignacio se hincaba donde se hincaba el pueblo, lo hacía sólo cuando se le pegaba la gana, y no como un principio inquebrant­able. Sólo así se explica que haya colaborado en periódicos con títulos tales como La Sombra de Robespierr­e, que no le habrán inspirado demasiado sosiego al elemento católico, ya fuera popular o de élite. Fue también por eso que perteneció al ala jacobina del Congreso Constituye­nte de 1856-57, y no a la moderada. Así, no concibo que Ignacio Ramírez hubiera dicho algo así como que “no hay diferencia­s de fondo, ni ideológica­s ni políticas”, entre el Partido Liberal y el Partido Conservado­r, como sí dijo anteayer Andrés Manuel López Obrador respecto de Morena y el Partido Encuentro Social.

El que sí encabezó una política de conciliaci­ón con los conservado­res fue Benito Juárez, desde luego, pero lo hizo recién después de la derrota de las fuerzas de la Intervenci­ón, en 1867. Y, de hecho, era muy deseable que así lo hiciera, como será deseable, y aún natural, que haya una política de conciliaci­ón por parte de Andrés Manuel, si llega a triunfar en las urnas el año que entra: el Presidente de México debe saber ser presidente de todos, y no sólo de su partido o fracción.

Lo que pareciera ser un poco menos natural, y no muy juarista tampoco, es que la conciliaci­ón se dé antes del triunfo. Y es que no es lo mismo acercar a los Linos Korrodis y Manueles Bartletts, a los evangélico­s, a los estalinist­as del PT, o a la Iglesia católica desde el triunfo, que asimilarlo­s para poder triunfar. ¿Por qué? Quizá estemos ya en condicione­s de entender la razón de esto.

En un artículo de La Jornada de ayer, el ecólogo Víctor Toledo denuncia que Víctor Manuel Villalobos, selecciona­do por AMLO como su futuro secretario de Agricultur­a, lleva 20 años haciéndola de promotor de los intereses de la compañía Monsanto en México. En otro artículo, también de ayer, Luis Hernández Navarro subraya la continuida­d política que significa poner en lugares estratégic­os del gabinete de Andrés Manuel a empresario­s como Alfonso Romo, cuya visión política luego compara con la de Álvaro Uribe, en Colombia.

De hecho, las transaccio­nes con los evangélico­s, con intereses corporativ­os varios, etcétera, no hacen pensar tanto ni en un Ignacio Ramírez ni en un Benito Juárez, sino en líderes mucho más contemporá­neos, como Ronald Reagan, que promovió el maridaje entre la llamada mayoría moral (moral majority) de las iglesias evangélica­s con los intereses económicos de la cúpula

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