Ni juarista ni guadalupano, sino todo lo contrario
n estos días, la prensa ha citado un decir de Andrés Manuel López Obrador, en que se identificaría con Ignacio Ramírez, El Nigromante, quien aparentemente en alguna ocasión dijo: “Soy liberal, pero me hinco donde se hinca el pueblo”.
Yo no conocía ese dicho tan pragmático de Ignacio Ramírez, porque el recuerdo que guardo suyo es el que tiene de él la mayoría, y es la imagen de un joven intelectual indo-mestizo que se atrevió a pararse en la catedral del saber que era la Academia Literaria de San Juan de Letrán, de la entonces muy conservadora y mojigata Ciudad de México, no para “hincarse donde se hincaba el pueblo”, sino para decir en voz alta “¡No hay Dios; los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos!”, para luego enseguida repetir la fórmula “No hay Dios!” en voz todavía más alzada, para despejar cualquier duda, ante el escándalo del público persignado, que no había escuchado nunca algo así. Esto en el año de 1836.
O sea que si don Ignacio se hincaba donde se hincaba el pueblo, lo hacía sólo cuando se le pegaba la gana, y no como un principio inquebrantable. Sólo así se explica que haya colaborado en periódicos con títulos tales como La Sombra de Robespierre, que no le habrán inspirado demasiado sosiego al elemento católico, ya fuera popular o de élite. Fue también por eso que perteneció al ala jacobina del Congreso Constituyente de 1856-57, y no a la moderada. Así, no concibo que Ignacio Ramírez hubiera dicho algo así como que “no hay diferencias de fondo, ni ideológicas ni políticas”, entre el Partido Liberal y el Partido Conservador, como sí dijo anteayer Andrés Manuel López Obrador respecto de Morena y el Partido Encuentro Social.
El que sí encabezó una política de conciliación con los conservadores fue Benito Juárez, desde luego, pero lo hizo recién después de la derrota de las fuerzas de la Intervención, en 1867. Y, de hecho, era muy deseable que así lo hiciera, como será deseable, y aún natural, que haya una política de conciliación por parte de Andrés Manuel, si llega a triunfar en las urnas el año que entra: el Presidente de México debe saber ser presidente de todos, y no sólo de su partido o fracción.
Lo que pareciera ser un poco menos natural, y no muy juarista tampoco, es que la conciliación se dé antes del triunfo. Y es que no es lo mismo acercar a los Linos Korrodis y Manueles Bartletts, a los evangélicos, a los estalinistas del PT, o a la Iglesia católica desde el triunfo, que asimilarlos para poder triunfar. ¿Por qué? Quizá estemos ya en condiciones de entender la razón de esto.
En un artículo de La Jornada de ayer, el ecólogo Víctor Toledo denuncia que Víctor Manuel Villalobos, seleccionado por AMLO como su futuro secretario de Agricultura, lleva 20 años haciéndola de promotor de los intereses de la compañía Monsanto en México. En otro artículo, también de ayer, Luis Hernández Navarro subraya la continuidad política que significa poner en lugares estratégicos del gabinete de Andrés Manuel a empresarios como Alfonso Romo, cuya visión política luego compara con la de Álvaro Uribe, en Colombia.
De hecho, las transacciones con los evangélicos, con intereses corporativos varios, etcétera, no hacen pensar tanto ni en un Ignacio Ramírez ni en un Benito Juárez, sino en líderes mucho más contemporáneos, como Ronald Reagan, que promovió el maridaje entre la llamada mayoría moral (moral majority) de las iglesias evangélicas con los intereses económicos de la cúpula