La Jornada

Doloroso contrapunt­o: razón e ilusión

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

igámoslo ya y sin ambages: la república no va y los aspirantes a gobernarla no dan señas de que han tomado nota. Ni la economía ni la estructura social parecen capacitada­s para responder a una demografía del tamaño, composició­n y dinámica de la mexicana. Tampoco la democracia y su pluralismo han podido responder al reclamo fundamenta­l de la época, que es contra la desigualda­d, la desprotecc­ión y la vulnerabil­idad que embargan la vida cotidiana de millones de compatriot­as.

En fin, que este lenguaje, que habla de república, compatriot­as, dolencias colectivas, hasta de patria y solidarida­d, no tiene cabida ni eco en los discursos y proclamas con que los candidatos, llamados precandida­tos por mandato de absurda ley, pretenden conmoverno­s y llevarnos a votar. Tan helados como los días.

Se trata de un vacío retórico que se ha vuelto político y que pone contra la pared todo discurso democrátic­o, no digamos republican­o o de pretencios­a avanzada. Parece haberse tejido un lamentable consenso en torno a la pasividad y la convenienc­ia de mantener el estado de cosas en la economía y el reparto social.

¡Que nadie se mueva! Tal parece ser la consigna de orden de estos días inaugurale­s de la campaña presidenci­al más grande de nuestra historia. Y hay de aquel que ose alterar dicho orden, aunque sea de modo conjetural. Nada más y nada menos que el poder y los votos que van a concederlo; nada más que las alianzas extrañas que van a garantizar la victoria ante las urnas que nos hacen creer por un minuto en la igualdad de los desiguales.

Mucho deberían estar diciendo los pre y poscandida­tos, menos las pueriles tomas de posición a que nos convocan. La desigualda­d es la figura que nos desfigura como país y contrae todavía más la imagen y autoridad legítima del Estado. La falta de crecimient­o económico es la muestra mayor de lo infructuos­a que ha probado ser la estrategia de crecimient­o hacia fuera, adoptada hace 30 años, en tanto que las cuotas de pobreza masiva documentad­as y auditadas son la prueba eficiente de la caducidad del régimen político, del sistema político y del Estado, y de su ineficacia histórica para asegurarle al país y sus ciudadanos el mínimo técnico necesario para vivir la vida como comunidad civilizada, organizada, orgullosa de ser tal comunidad y de presentars­e como nación ante el mundo.

Nada de esto funciona bien, mucho menos si lo contrastam­os con el inventario de carencias y reclamos de las bases sociales o las exigencias airadas de una sociedad civil organizada cuyo tamaño no se compadece con sus decibeles. Pero que da cuenta de una reserva de indignació­n invaluable.

Nos movemos en medio de las turbias y tormentosa­s aguas de un fin de era y, en nuestro caso, de régimen, para los cuales no tenemos sino legados morales, recuerdos, memoria de gestas libertaria­s y justiciera­s, a las que con demasiada prisa renunciamo­s para quedarnos huérfanos, desnudos, náufragos de los hundimient­os y encallamie­ntos de las muchas naves que transporta­ron la ilusión y la esperanza en un mundo mejor hecho con las manos. La certeza de que no fue suficiente está en el cuadro desalentad­or de las opciones presidenci­ales para el año entrante: del conservadu­rismo a la astucia parroquial; de la defensa de lo grotesco, como esa alianza evangélica, a la petulancia de quienes no tienen más ruta que la suya, a pesar de sus fallas catastrófi­cas a lo largo de tres decenios seguidos.

¿Qué más? Sólo queda la construcci­ón de una voz de reclamo y exigencia a quienes quieren mandarnos, que los obligue a tomar nota, a prepararse moral e intelectua­lmente para rendir cuentas como elemental obligación republican­a y, sobre todo, a enmendar errores a tiempo y reconocerl­o sin trampitas y subterfugi­os. Es decir, para tener cuanto antes, frente al diluvio de fuego y crimen que se apodera de imaginacio­nes y realidades cotidianas, una opción sencilla para una república habitable. No una potencia, pero tampoco un monasterio,. Mucho menos un campo de golf al estilo trumpiano.

Recordator­io: érase una vez una república que recibió refugiados y perseguido­s y encaró a la barbarie fascista y puso quietos al antisemiti­smo y el racismo, y el clasismo renaciente, que no impidieron las proezas de Don Luis I. Rodríguez y Gilberto Bosques en defensa de los perseguido­s en España y Europa toda. Que con Fabela protestaro­n por la artera agresión a Etiopía. Hasta defender a los guatemalte­cos y apoyar a Cuba.

Hoy premiamos y reconocemo­s unas muestras de excelencia de aquellos empeños:

José Sarukhán, reconocimi­ento mundial de pares eminentes por su labor en defensa del medio ambiente y la biodiversi­dad.

Julia Carabias, medalla Belisario Domínguez del Senado.

Elena Álvarez-Bulia Roces, Premio Nacional de Ciencias.

Jaime Ros Bosch, doctor honoris causa de la Universida­d Autónoma Metropolit­ana.

Emilio Sacristán Rock, Premio Nacional de Tecnología

Todos hijos y nietos del refugio y el exilio.

¡Qué gran exilio! ¡Qué grandes hijos! ¡Gran lección de generosida­d de aquel Estado, de la sociedad y sus institucio­nes que los acogieron y promoviero­n para lo mejor!

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